Sábado 10 de enero de 2015, p. a12
Sonrisas, risas, carcajadas. Las oberturas de Gioachino Rossini (1792-1868) otorgan dicha, divierten mares a mares. Ponen de buenas.
No importa, cuando suenan, la trama del momento, el enredo, el nudo, la comedia en turno. Lo que diga o no la ópera en cuestión. Son hilarantes por naturaleza.
Pocas músicas tan expresivas.
Pocas músicas tan autónomas, tan sin necesidad de las palabras para decir. Mucho.
Cada frase, cada rasgo, cada nota acusa un personaje, dibuja una secuencia, completa una escena en armonía.
Lo nuevo en este mundo de alegría es el disco titulado Rossini Overtures (Warner Classics), con siete oberturas del Gran Gordo Rossini además de un rescate musicológico: el Andante e tema con variazioni, de 1812.
Lo que hace de este disco un tesoro es el trabajo de sus intérpretes: Antonio Pappano a la batuta y la orquesta más rossiniana del planeta: la Accademia Nazionale di Santa Cecilia.
Sir Antonio Pappano es uno de los directores más grandes en la actualidad. De manera curiosa, no tiene los reflectores de Simon Rattle, Daniel Barenboim o algún otro de sus pares. Su carrera ha transcurrido de manera meteórica, pero muy discreta.
En cuanto algún conocedor escucha alguno de sus discos o asiste a alguno de sus conciertos, el voz-a-voz cobra tal poder que elevan a Pappano a una condición de semidios. De ese tamaño es su prestigio.
En cuanto escucha uno su nuevo disco, con las siete oberturas de Rossini, comprueba palmo a palmo su maestría.
En tratándose de partituras sumamente conocidas, como es el caso, sus méritos y particularidades resultan evidentes de manera colosal: fraseos insólitos, control electrizante de las dinámicas, originalidad en los planteamientos de volumen, tono y atmósfera. Pero sobre todo una asombrosa fidelidad a la partitura, si tenemos en cuenta que Rossini es uno de esos autores que más se prestan a los manierismos, trucos y desplantes personales de muchos directores de orquesta.
El propio Pappano es quien hace notar que la Accademia de Santa Cecilia cuenta con un lazo de unión, prácticamente un cordón umbilical, con la música de Rossini. Algo semejante a lo que ocurre en México con la Ofunam y la música de Silvestre Revueltas: suenan esas obras como escritas solamente para esas orquestas.
Tan es así que en la contraportada de este disco fabuloso, esplenden los créditos de los ejecutantes de los alientos metales y maderas de la orquesta romana, dado que la exigencia técnica de las partituras rossinianas es de tal rigor y dificultad, que tenemos frente a nosotros un banquete de exquisiteces musicales, un lujo de interpretación sonora en flauta, clarinete, fagot y corno francés.
Otro de los elementos técnicos aquí resueltos es el recurso del crescendo, esa impronta en Rossini, y aquí resulta cada uno de ellos un volcán, un géiser, un manantial de estallidos controlados, efluvios incandescentes, aguas termales.
Pero sobre todo, desde la mismísima primera frase, hasta la última, el humor, ese sentido del humor tan exquisito, fino, esa pasión por lo hilarante, lo chusco, por el alegre desmadrito que caracteriza la música de Gioachino Rossini, gran gourmet en vida y quien por cierto ganó dinero a raudales, como pocos compositores en la historia lo han logrado y solamente por hacer esa música tan rica, esas óperas que hacían reír y llorar a todos y que han permanecido en la historia como crisálidas en sus oberturas.
Gracias Gran Gordo Rossini. Gracias por la risa. Gracias por la alegría. Gracias por tanta gozadera.
Eso es el nuevo disco de Antonio Pappano: la pura gozadera.