ntra el país en una nueva fase. Dos meses después de iniciado el incendio, las llamas permanecen, se multiplican y expanden agitadas por los vientos de la insensibilidad, el cinismo y el autoritarismo. La indignación y la rabia han vencido a la resignación y al miedo. La fraternidad y la solidaridad han dado fuerza a los individuos, y el grito colectivo alcanza a escucharse por todos los confines del planeta. La sociedad ha despertado y enfrenta la realidad, ya no la niega ni la evade. Parece entonces que el país vive los estertores de un parto social. Sin embargo, nada garantiza que esta fuerza ciudadana que se expresa en marchas, mítines, cercos, huelgas, tomas simbólicas, mensajes y voces, logre transformaciones duraderas, avances irreversibles, cambios deseados.
¿Qué sigue? Sigue saltar de la defensiva y la resistencia a la ofensiva y la organización de la sociedad civil. Los ríos y arroyos de la protesta se han desbordado; ahora se necesita que tomen un mismo cauce. Sigue construir el poder ciudadano, única manera de generar una fuerza capaz de oponerse y controlar a la dupla formada por el poder político y económico, es decir al Estado y al capital convertidos en cómplices. La tragedia de Ayotzinapa (que es una entre miles) no es sólo un crimen de Estado. Es un crimen de un Estado en plena complicidad con el capital legal e ilegal, tal y como lo demuestran las conclusiones del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) (ver Ribeiro, S. La Jornada, 29/11/14) que sesionó durante tres años y levantó cientos de violaciones a los derechos de los pueblos. Ayotzinapa es la consecuencia de un proceso de degradación vía mercantilización de la política que lleva tres décadas y que hoy alcanza su mayor perversidad. No es el Estado solamente quien domina, explota y humilla a los mexicanos, es también el capital, elevado por la ideología neoliberal a estatus de dogma. Por eso hoy cada vez es más difícil distinguir a un político de un mercader y viceversa. La corrupción, esa danza de miles de millones de pesos que surgieron de nuestros impuestos y que se reparte cínicamente una minoría de delincuentes, es en buena medida consecuencia de la ambición, la usura y la voracidad sin límites que el capitalismo inyecta en cada ser que lo permite. La clase política es en su mayoría una entidad corrupta, porque ha corrompido o se ha dejado corromper por los empresarios y magnates sin escrúpulos y los capos del narconegocio. Los políticos se han convertido en agentes que buscan comprar y vender, mientras las corporaciones y cárteles cooptan y los políticos se dejan cooptar.
Los ciudadanos debemos construir un poder basado en otros valores, en el decoro y en la decencia. Y este poder social debe construirse y articularse palmo a palmo en territorios concretos o mediante la alianza de gremios o sectores. En México no se parte de cero. Ahí están ya los caracoles neo-zapatistas en Chiapas, las policías comunitarias de Guerrero, las autodefensas de Michoacán, las comunidades indígenas de Oaxaca, que eligen a sus autoridades sin partidos políticos; los municipios de Tlaxcala. Ahí están también las experiencias autogestionarias de Cherán, Cuetzalan, Ayutla y Cacahuatepec, los aguerridos sindicatos magisteriales, universitarios y de electricistas y mineros, y el llamado Congreso Nacional Ciudadano (ver). Hoy, la efervescencia civil comienza además a generar nuevos frentes, pactos y organizaciones ciudadanas por todo el país. Se ha constituido ya la Coordinadora Nacional Estudiantil con presencia de escuelas de 70 universidades. Similarmente han surgido en estos días la Unión Ciudadana en Chihuahua, un nuevo frente civil en Sonora que tomó el Congreso local por varias horas, y el Parlamento Ciudadano en la ciudad de México. Por su parte la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (Upoeg) anuncia la creación de concejos populares en 44 municipios y hacia lo mismo avanzan las poblaciones agrupadas en la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC-PC). En el ámbito rural, además del Congreso Nacional Indígena (CNI), se han creado alianzas inéditas entre las organizaciones del campo para la “ toma de la ciudad de México”.
En un país de múltiples realidades y con una alta complejidad social, ambiental, histórica y cultural, la superación de la crisis no podrá darse bajo un solo modelo, una sola propuesta o una sola ideología. Cada rincón, región o porción del territorio irá asumiendo según sus particularidades, diferentes respuestas ciudadanas. Lo que urge es impulsar organizaciones que acoten, vigilen y exijan transparencia y honestidad. Donde haya fuerza suficiente habrá que expulsar a los corruptos. Hoy, como nunca, debe enarbolarse el texto del artículo 39 de la Constitución mexicana, que garantiza el derecho de la sociedad a cambiar sus gobiernos. También hay que recordar lo que el viento nos dejó de 68. Aquella frase inolvidable surgida al calor de la insurgencia: Seamos realistas, hagamos lo imposible
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