i, como piden muchos, el Presidente renunciara a su cargo ante el Congreso de la Unión, tendría que hacerlo por una causa grave, según el artículo 86 de la Constitución; la gravedad la calificaría el mismo Congreso, el cual podría aceptar o no la renuncia, según las razones que se adujeran.
Esas razones están a la vista: no hay crecimiento económico, el desempleo y la pobreza siguen presentes, la economía informal no ceja, la corrupción y la impunidad campean a la vista de todos y, si esto fuera poco, la delincuencia, ociosamente adjetivada como organizada, está presente y controla amplios territorios donde actúa como un poder de facto.
El negro cuadro se oscurece más con el escándalo que ya se conoce como la casa blanca de la familia presidencial, asunto que pone de manifiesto hasta dónde llegan las suspicacias, sospechas y para una parte de la opinión pública, evidencias de componendas ilegales alrededor de los contratos para las grandes obras públicas.
Junto con esto, la gota que derramó el vaso de la paciencia: los indescriptibles crímenes contra estudiantes de Ayotzinapa, que llevaron al hartazgo a la sociedad mexicana. No hay confianza en los poderes públicos, ni siquiera en las autoridades más cercanas al ciudadano, que son los ayuntamientos; la respuesta violenta de grupos de maestros, los incendios de oficinas públicas, bloqueos, choques con policías son uno de los extremos del amplio arco social de la indignación; en el otro, el de color menos fuerte, el que busca expresarse por vías pacíficas, da también muestras de impaciencia, aparece en las redes sociales, en manifestaciones callejeras, conversaciones y reuniones de todo tipo.
La Suprema Corte, insensible, parcial, cerró sin debate ni análisis un camino por el que los ciudadanos hubieran podido transitar para expresarse sobre el tema de fondo de los energéticos; ese tribunal, pocas veces acertado cuando se trata de asuntos torales, volvió a su actitud letrista y ajena al sentir popular; no supo lo que hizo. Al romper la esperanza del pueblo de ser tomando en cuenta en decisiones que le atañen, la Corte puso su parte en el incendio, no midió las consecuencias.
Ante la situación cada vez más tensa, una renuncia presidencial cortaría el escándalo alrededor de la inexplicable casa de Las Lomas, llevaría a una salida democrática, a poner la atención en la elección de un relevo para concluir el periodo, sería el puente para un cambio de fondo; mostraría al pueblo indignado que se entiende la hondura del problema y hay ánimo para buscar soluciones.
Si la renuncia se presenta antes del día último de noviembre, según el artículo 84 constitucional, el Secretario de Gobernación asumirá el cargo en forma provisional, sólo para que el Ejecutivo no quede acéfalo, pero de inmediato, el Congreso, en un término que no puede exceder de 60 días, deberá convocar a la elección de un presidente que concluya el sexenio que debería de celebrarse en un periodo no mayor de nueve meses. Se enviaría así el mensaje a la ciudadanía de que se le tomará en cuenta.
Si la renuncia es con posterioridad al último de noviembre de este año, en el proceso de reposición del mandatario más importante del país no habría participación directa del pueblo mediante las urnas y el presidente sustituto, para concluir el periodo, sería nombrado por el Congreso. Nada saludable.
Constitucionalmente ese es el procedimiento en los dos supuestos de la renuncia cada vez más solicitada. Los mecanismos legales se echarían a caminar a partir de que el presidente tomara la decisión de separarse de su cargo por las graves causas mencionadas; de lo contrario, lo que sigue, sería necesariamente negativo, peligroso y decepcionante.
O la indignación nacional iría amainando, domesticada por las maniobras y triquiñuelas del sistema con la complicidad de los medios de comunicación y entonces el panorama sería decepcionante y latente la posibilidad de salidas ahora insospechadas; se incrementarían rencores subterráneos por un lado y se justificaría la apatía frente a la política por un largo tiempo.
El otro escenario es también muy arriesgado, la indignación en este segundo caso no disminuiría, iría en incremento exigente y violento. También este escenario sería tormentoso y nada deseable; el México bronco que según Jesús Reyes Heroles, el maestro, nos advertía no despertar, aparecería a la invocación irresponsable, pero también, lo que es más grave, a la intención injerencista del país vecino.
Ante la grave situación, se requiere un gran remedio, la renuncia pareciera un sueño y un imposible, y ciertamente, sería impensable en otras circunstancias; hoy se hace posible, porque la acumulación imprudente de agravios y ofensas al titular de la soberanía que es el pueblo, llevó las cosas a un extremo tan enrarecido que el remedio en otro momento inimaginable, aparece oportuno y significaría un mínimo de prudencia y sensatez.