l asesor de la Casa Blanca Dan Pfeiffer afirmó ayer que el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tomará una decisión antes de finales de verano
sobre la manera en que usará su autoridad para hacer frente a la problemática que enfrentan millones de migrantes indocumentados en ese país.
Debe recordarse que en las últimas semanas se ha suscitado una confrontación entre el Ejecutivo y el Legislativo estadunidenses en torno al tema migratorio, particularmente a partir del arresto, según cifras de autoridades de ese país, de más de 52 mil niños que intentaban pasar la frontera por cuenta propia. En el contexto de esa confrontación, que reviste claros tintes político partidistas, Obama ha responsabilizado al Capitolio por no aprobar modificaciones legales al sistema migratorio y por negar fondos adicionales que, cabe inferir, serían empleados para la deportación de los menores migrantes. Apenas el pasado viernes el mandatario criticó a los republicanos del Congreso por no hacer nada
en materia de inmigración para no dar una victoria a Obama
y anunció que actuaría por decreto para atender el tema.
El anuncio de que Obama por fin hará algo ante la crisis que enfrentan millones de migrantes es, en principio, una buena noticia, sobre todo ante la palmaria indolencia de los legisladores que, según puede verse, han decidido mantener el statu quo en materia migratoria con tal de no adoptar decisiones de política pública que podrían interpretarse como un triunfo del político afroestadunidense. Pero una indolencia similar puede observarse en la vaguedad y falta de compromisos concretos de las afirmaciones del propio mandatario, quien al parecer no sabe aún qué curso de acción tomará para hacer frente a lo que ha sido calificado de crisis humana
y cuya atención requiere, en consecuencia, de respuestas inmediatas.
Por lo demás, saltan a la vista diversas áreas en las que sería posible y necesaria una intervención del Ejecutivo, incluso sin contar con una reforma legislativa, para humanizar mínimamente las condiciones que debe enfrentar el flujo migratorio. Bastaría, por ejemplo, que Obama recurriera a sus atribuciones constitucionales para atenuar el sufrimiento de los migrantes y ordenara aplicar leyes existentes en forma más moderada y apegada al respeto de los derechos humanos universales; para contener una pauta de conducta de empleados públicos que creen que la condición de una persona de migrante indocumentada suprime el conjunto de sus derechos y que, en consecuencia, se le puede maltratar con toda impunidad.
Es significativo a este respecto que, con la misma legislación migratoria que regía durante administraciones anteriores, el gobierno de Obama haya realizado más deportaciones que cualquiera de sus antecesores y que durante sus mandatos se haya registrado el mayor número de familias separadas a consecuencia de esta práctica. Un elemento adicional es que, aun en el contexto de las leyes actuales, el gobierno de Washington podría conceder la residencia permanente a cientos de miles de inmigrantes sin que se requiera, para ello, de acción alguna del Legislativo.
En suma, más allá de las inciertas perspectivas de una reforma legal que reoriente en forma íntegra las políticas de Estado racistas y xenófobas, es claro que la Casa Blanca no ha mostrado hasta ahora la voluntad política requerida para mejorar las condiciones que deben enfrentar los trabajadores extranjeros en Estados Unidos. En esa circunstancia, lo expresado ayer por Obama es consistente con el cariz decepcionante, errático y tardío que ha caracterizado su desempeño gubernamental a lo largo de los seis años que lleva en la Oficina Oval.