esde hace muchos años Pemex no ha sido un buen negocio para los mexicanos. Tampoco ha sido un factor decisivo del crecimiento de la economía. Por estar en un lugar clave como el de la energía debió ser un pivote del desarrollo y no lo fue. En cambio fungió como una bisagra muy útil del poder político y del control sindical. Su gestión administrativa estuvo plagada de desaciertos y sospechas, sin que ninguno de los innumerables responsables rindiera cuenta alguna. Sobre todo cumplió con ser una fuente prácticamente inagotable de recursos públicos por las enormes transferencias que de modo permanente hacía al gobierno. Su capacidad posible en materia técnica y financiera para ser una gran empresa petrolera no se materializó.
Este breve listado no es un juicio, sino apenas una somera descripción. Ahora se convertirá en una empresa productiva del Estado, en lo que la reciente legislación llama como el nuevo paradigma. Qué será esto, más allá de las definiciones que se han hecho en la ley, es hoy algo incierto.
Las aristas de la reforma constitucional y de las leyes reglamentarias en materia energética son muchas y sus consecuencias son complejas. Hay aspectos de índole económico, financiero, fiscal, administrativo, laboral y, por supuesto, también político. No es claro que todos ellos hayan sido considerados de modo preciso y, sobre todo, en el marco de una estrategia consistente. Hay demasiada premura, mucha ansiedad de todos los involucrados.
Durante largo tiempo Pemex aportó una tercera parte de los ingresos totales del sector público. Este flujo marcó la gestión de las finanzas públicas que se hicieron dependientes de las transferencias petroleras. También marcó a la empresa paraestatal que en buena medida se convirtió en un instrumento político y en una fuente de grandes rentas, cuya apropiación no ha sido inocua y que acrecentaron su ineficiencia. No hubo compensación alguna en cuanto a los precios de las gasolinas, otros carburantes y el gas, que suben cada mes de modo irrefrenable.
Ahora habrá que reponer esos cuantiosos recursos para cumplir con las necesidades del gasto público, sobre todo en materia de servicios sociales. Los esquemas contractuales sobre el uso de los hidrocarburos serán la base del nuevo arreglo. De no ser suficientes los ingresos, sólo cabrá seguir subiendo los precios, aumentar los impuestos, reducir el gasto y elevar la deuda. La partida doble no da para más.
El balance de Pemex de 2013 indicaba que tenía activos por 2.047 billones de pesos y pasivos por 2.232 billones con una pérdida de patrimonio de 185 mil millones (en 2102 la pérdida fue de 271 mil millones). La pérdida de operación el año pasado fue de 170 mil millones. Del total de los pasivos, 1.119 billones, es decir, 50 por ciento, corresponden a la cuenta de beneficios a los empleados
. De eso se trata el pasivo laboral que ahora tratan de cubrirse asumiéndolos como deuda pública (corresponde a la reserva de lo que la empresa pagará a sus empleados a largo plazo, como primas de antigüedad, primas de vacaciones, fondos de pensiones, etc.)
Al respecto, la mejor y más candorosa postura es la del propio sindicato de Pemex, cuyo tesorero dijo apenas hace un par de días que: “Ese pasivo laboral… lo estaremos pagando todos los mexicanos… ¿Quién es el culpable? A lo mejor no lo vamos a encontrar, pues fuimos todos, hasta los que hemos sido legisladores, que no encontramos los mecanismos para darle a Pemex y CFE recursos para fondear el pasivo”. Vaya pues. La glosa de tales declaraciones es innecesaria.
La deuda neta del gobierno federal tuvo un saldo de 3.959 billones de pesos en mayo de este año. El pasivo laboral de Pemex a fines de 2013 representa 28.3 por ciento. De asumirse ese pasivo aumentará de modo sustantivo la demanda de financiamiento del gobierno. Esto es en sí mismo muy oneroso y compromete no sólo el cumplimiento de los objetivos del gasto público, sino también la posibilidad de aumentar el crédito al sector privado, propósito declarado de la reforma financiera. Aun más, pone en entredicho la estabilidad macroeconómica, tan preciada en el discurso público, pero tan precaria en el marco de un estancamiento crónico de la actividad productiva. El Banco de México como entidad independiente debe exponer su postura ante la posibilidad de que crezca la deuda en tales proporciones.
La repercusión fiscal tiene un efecto que va más allá de las cuentas agregadas y que corresponden, por ejemplo, a la distribución regional de los recursos derivados del petróleo que reciben los estados como participaciones federales. Se estima que perderán más de 23 mil millones de pesos. Ya no habrá esos recursos. Esto repercutirá de modo adverso en la desigualdad territorial y social con una menor capacidad para atender los gastos a escala local. Y ocurre al mismo tiempo en que se reporta que la deuda de los estados rebasa 37 mil millones de dólares, alcanzando un nivel históricamente elevado.
Los arreglos que se hagan con Pemex tendrán un efecto general adverso en las finanzas públicas, en la cantidad de crédito bancario a los pequeños y medianos negocios, en las condiciones generales de la actividad productiva y el empleo y el ingreso de las familias. La expansión de la deuda pública derivada de deshacer Pemex (y CFE) puede resultar incompatible con la política pública en materia económica que se ha fijado el gobierno.