intió el 20 de noviembre de 1975, cuando juró fidelidad eterna al fascismo, y volvió a mentir el 27 de diciembre de 1978, cuando proclamó la nueva constitución y se asumió como rey de todos los españoles
. El electorado peninsular, por entonces virgen, había aprobado por mayoría (59 por ciento de los inscritos) una carta magna que derogaba algunas de las disposiciones más atroces de la dictadura y en la que los tránsfugas del régimen fraquista, encabezados por el propio Juan Carlos de Borbón, encontraron la coartada ideal para explotar en su propio provecho una formalidad democrática que cedió a la clase política la jefatura del gobierno, pero mantuvo la del Estado en la lógica de las sucesiones genéticas. Los políticos hicieron su tarea y presentaron el engendro como el menos peor de los mundos posibles: se reconocía a la corona para evitar enfrentamientos y revanchas dictatoriales, para avanzar a la modernidad y para dejar atrás una tiranía sangrienta que aún podía dar coletazos, como lo demostró oportunamente el fallido cuartelazo del 23 de febrero de 1981.
Es cierto que el nuevo texto constitucional reducía los poderes del rey a un terreno casi simbólico. A cambio de esa castración política se le ofreció impunidad legal absoluta (artículo 56 constitucional), una vida muelle para él y sus parientes y una opacidad completa para los gastos de la familia real; gracias a ella la fortuna familiar ha llegado a ser de mil 790 millones de euros (2 mil 400 millones de dólares), suma inexplicable incluso si durante los 39 años de su reinado el señor Borbón hubiese metido íntegros a una cuenta de banco los 8 millones 434 mil euros que el erario destina a mantenimiento de la casa, salarios de la familia real y alta dirección
de La Zarzuela. Tampoco ayuda mucho la herencia del abuelo Alfonso XIII, recibida a través del padre, el conde de Barcelona, y calculada en términos actuales en 100 millones de euros divididos entre cuatro herederos.
El orden democrático
de la monarquía constitucional ha solapado los crímenes del franquismo y en 2006 Esteban Beltrán, entonces director de Amnistía Internacional en España, puso sobre la mesa las fotos de los muertos sin sosiego: El país que pidió la extradición de Pinochet y el país cuya Audiencia Nacional ha condenado recientemente al ex militar argentino Scilingo por crímenes de lesa humanidad no ha sido capaz de ofrecer verdad, justicia y reparación para aquellas víctimas de su propio país que padecieron abusos graves durante la Guerra Civil y el régimen franquista
; de hecho, hasta hoy día los restos de decenas de miles de personas permanecen en fosas clandestinas sin haber sido identificados o en lugares desconocidos por sus allegados
. Más aún, el Estado presidido por el señor Borbón y el gobierno encabezado por Felipe González impulsaron en la penúltima década del siglo pasado una guerra sucia contra reales o supuestos integrantes de grupos terroristas en la que menudearon las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, la tortura en cuarteles policiales y el espionaje ilegal.
Desde la transición
, a la fecha la corrupción ha sido una constante en la administración pública y en el ámbito de las empresas privadas: desde la venta de aceite de colza adulterado, que envenenó a 60 mil españoles y mató a 700 (1981), y los escándalos por fraudes político-empresariales de Flick, Kio, Rumasa y Filesa, hasta los casos Gürtel, Bárcenas y las turbias andanzas financieras de la infanta Cristina y de su marido, Iñaki Urdangarin, las cuales constituyen un primer indicio de la manera en que habría podido amasarse la fortuna borbónica a lo largo de cuatro décadas de reinado.
En el ámbito internacional el señor Borbón recibía, hasta hace poco, el elogio de la mayor parte de los medios comerciales, era apapachado por oligarquías dominantes –cómo lo querían Menem, Fujimori, Salinas, Calderón– y entabló intimidades dinástico-financieras con las petromonarquías del golfo Pérsico. Nunca peleó con algún dictador de esos que asolaron el hemisferio occidental, salvo cuando los gorilas guatemaltecos cometieron la salvajada de incendiar la embajada española en la capital de su país, con todo y diplomáticos peninsulares dentro. En cambio, la jefatura de Estado a su cargo aprobó la sangrienta aventura bélica de José María Aznar en Irak y guardó silencio cuando ese mismo individuo se entrometió en asuntos de política interna de Venezuela, Nicaragua y México –entre otros casos–, fuera para respaldar intentonas golpistas o para sabotear a candidatos presidenciales que no gustaban al empresariado español.
Tal vez sus aventuras extramatrimoniales habrían quedado en el inviolable ámbito de lo privado de no ser porque se presentó siempre como adalid de la familia católica; acaso sus safaris de cacería depredadora habrían sido menos graves si no hubiera impulsado a su hijo a abanderar causas ecologistas; puede ser que su frivolidad, sus yates y sus autos de lujo no habrían brincado de las páginas del ¡Hola! a las de las secciones políticas de los diarios si no hubieran sido exhibidas en medio de la devastadora penuria económica que se ha abatido sobre millones de españoles. Pero la mentira y la simulación han sido las constantes de su reinado y el señor Borbón quedará para la historia como el rey de la indecencia.
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