l rey Juan Carlos I abdicó al trono después de casi 39 años de ser proclamado. Su corona lucía abollada. Su reino está fragmentado por el desafío soberanista de catalanes y vascos, el país se hunde en la depresión económica, el bipartidismo que lo sostuvo ha comenzado a resquebrajarse y la casa real engarza un escándalo a otro.
El Borbón que aseguraba que moriría con la corona puesta
, el monarca que sentenciaba: los reyes no abdican, se mueren en la cama
, el jefe de Estado que vivía su mandato como un sacerdocio, decidió decir adiós a su reinado.
Llegó allí por la voluntad del generalísimo Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios
. El pueblo español no decidió que su Estado fuera una monarquía constitucional. Nunca se efectuó un referendo ni se acordó en una Asamblea Constituyente. Juan Carlos I fue designado sucesor del jefe de Estado tras la muerte del dictador, con base en una ley de 1947 y un acuerdo de las Cortes franquistas de julio de 1969.
La abdicación no fue un gesto generoso del monarca para abrirle la puerta a una nueva generación. La nómina de los escándalos reales deterioró gravemente la imagen del monarca y de la casa real. Protegido durante años por un pacto de silencio por la prensa de su país, y amparado por el artículo 56 apartado 3 de la Constitución, que establece que la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad
, Juan Carlos I sorteó con buen éxito la empresa de mantener su figura en alto durante años.
Eso se acabó en 2012, cuando, literalmente, metió la pata y se fracturó la cadera. Imposibilitado de contener los daños en la opinión pública, más pronto que tarde se supo que su majestad sufrió esa lesión durante un safari en Botsuana para cazar elefantes. Mientras España se hundía en la crisis económica, seis millones de adultos se encontraban sin empleo y miles de personas eran desalojadas de sus viviendas por no poder pagar las hipotecas, el monarca se divertía matando paquidermos.
El escándalo alcanzó tal magnitud que, al abandonar el hospital en el que fue operado, el rey tuvo que hacer a un lado su arrogancia borbónica y disculparse ante sus súbditos: Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir
, dijo ante una cámara de televisión.
Ciertamente, no sucedió más. Pero, aunque las cacerías de elefantes se suspendieron, la barahúnda continuó. Su historia de amor (y de negocios) con la princesa alemana Corina zu Sayn-Wittgenstein, con quien sostenía una relación sentimental desde 1996, se filtró a la prensa. Entre otros, el diario italiano La Stampa difundió la historia de las dos reinas: la oficial y la oficiosa.
El hecho no fue considerado un episodio ejemplar en un Estado que, aunque formalmente es aconfesional, mantiene en vigor un concordato con la Santa Sede, por el que la Iglesia católica disfruta de exenciones fiscales y ha recibido más de mil millones de euros en los años recientes. Un país en el que el poder de los purpurados en el terreno educativo hace las delicias del Vaticano. Un territorio que ha visto florecer a los seguidores de monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, fundador del Opus Dei y su variante, la Teología de la Prosperidad.
Pero la cosa no quedó allí. No se tranquilizaban aún las aguas de la tormenta africana cuando reventó el alboroto por el desvío de fondos públicos de su yerno Iñaki Urdangarin y su hija Cristina. Aunque, para tratar de salvar la reputación de la casa real, Juan Carlos I apartó a los duques de Palma de los actos oficiales y declaró que todos los españoles eran iguales ante la ley, para muchos españoles quedó claro que unos son más iguales que otros. El mismo monarca comenzó a ser señalado por los negocios que facilitó como jefe de Estado y las ventajas económicas que eso le acarreó.
Los escándalos muestran la decadencia de la monarquía como institución. El régimen de los de sangre azul es una obsolescencia de la historia, un anacronismo antidemocrático que reconoce a un estamento prebendas y privilegios especiales, incluido el de ocupar la jefatura de Estado sin someterse al escrutinio popular.
Pero, más allá de esa descomposición de la casa real, España se debate hoy en una serie de dilemas a los que su clase política no parece hacer dado solución. ¿Sobrevivirá el biapartidismo en el que, como se demostró en las elecciones europeas de hace unos días, millones de electores no se reconocen? ¿Podrá Madrid enfrentar el desafío soberanista de catalanes y vascos que ven en el actual Estado centralista una camisa de fuerza inadmisible para lograr sus intereses históricos? ¿Seguirá aplicándose a rajatabla la política de ajuste y estabilización que ha condenado a vivir en la tasa de riesgo de pobreza a más de 27 por ciento de la población?
Por si fueran pocas, todas estas disyuntivas están irremediablemente atravesadas por un asunto que cientos de miles de españoles que tomaron las calles este 2 de junio pusieron en el centro de la agenda política: la realización de un referendo para decidir la continuación de la monarquía o la instauración de la Tercera República.
Por supuesto, no parece que la clase política española que gobierna mirando Madrid esté dispuesta a enfrentar el reto que plantea la voz de la calle. De ella puede afirmarse lo mismo que el célebre literato Gore Vidal decía de los partidos políticos en su país: “En Estados Unidos hay un solo partido, el Partido de la Propiedad… y tiene dos alas derechas: republicana y demócrata”. Así es: los dos grandes partidos políticos españoles, el PP y el PSOE, son las dos alas del partido de la monarquía, incluso ahora que se ha abollado la corona.
Este 2 de junio los españoles vieron miles de banderas rojas, amarillas y moradas ondeando en edificios y plazas públicas. El debate sobre la nueva república seguirá creciendo en los próximos días, al calor de la abdicación del monarca y la crisis del bipartidismo.
Los ojos de esos mismos españoles observaron también la dimisión de un papa, un rey y buena cantidad de políticos europeos, pero no del jefe de Gobierno, Mariano Rajoy, a pesar de que ha conducido a su país al precipicio. Para muchos, ha llegado la hora de decirle adiós.
Apenas en diciembre del año pasado Juan Carlos I habló de su determinación de seguir al frente del trono. Algo grave debe haber sucedido para que cinco meses más tarde haya abdicado.
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