n el fondo de la memoria quedaron las huellas de caricias de la primera relación con mi madre. Cuna protegida, reloj de horas arbitrarias, mezcla de arrullos en que aparecías y desaparecías. Dos en uno que despertaron nuevas caricias. Formas en la mente, cercó al diálogo que eternizó la ilusión de un instante prolongado, que por principio no podía permanecer. Sólo ilusión de regreso.
Tierna suavidad del primer amor en caricias perdidas en el tiempo desmesuradamente transmitidas en sensaciones desmadejadas, estremecimientos innombrables, imágenes idealizadas. Infantil omnipotencia en que se oían más hondo nuestros latidos. Imágenes claramente diferenciadas, fruto de la frustración que formara el lenguaje en que surge el enigma de la huella. Imágenes escondidas, siempre abstractas, navegadoras en jolgorios subterráneos del toque desplegado en espacios inimaginables perdidos en inmensidad sin salida, que, tropiezan con murmullos que corresponden a la impronta materna de dolorosa separación no aprendida que brota del pecho. Madre yo mismo, fuente maravillosa de leche blanca en aire roto cargado de espuma, que cae en vistoso arroyo roce interno, pecho terciopelo promotor de ese murmullo, a cuyo alrededor hierven comprimidos fuego y líquido lácteo en la caricia que agita las copas con rumor acompasado y uniforme, calma la ansiedad y une los cuerpos a pesar de la flagrante incompatibilidad en la relación filial que no depende de la carne, sino del nombre.
Palabra mamá, relación lógica e implicación entre caricias vueltas sexualidad y la muerte: Brazos que se extienden, amoldamiento de primeras caricias, únicas, singulares; cabeza reclinada, nunca relajada, piel caliente, sangre alborotada, corriente de río caudaloso enredado en brazos que tiemblan en fondo sombrío de ondas. Rumores sin nombre, inarticulados, de querer y no poder y sí poder llamarte en susurros que crean contacto, reino del dolor.
Pérdidas disfrazadas en formas y máscaras que impiden el amoldamiento posterior, repetición de primeras caricias, frustrantes, generadoras de lenguaje. Suspiros que aspiran al contacto, que acaricia, fatigado llanto conmovido del fondo del ser, que se repiten y diferencian cada vez, inconexas e inentendibles, sin orden ni sentido, pero, ¡qué tiernos! Palabras del viento entre los árboles o las maderas de la casa después de la lluvia: idioma cálido único que se infiltra gota a gota, caricia a caricia, disco de luz que ilumina, une y corta, como raya, antes de traspasar los umbrales de lo desconocido. Espacio sin límites en donde se halla lo incontrolable, la nada promotora de esa extraña exaltación, especie de vértigo que turba la vista y zumba en el oído, unión de la caricia y tacto, pálpito, gusto y palpo salivoso, precursor de la palabra mamá; quijada hacia atrás, que se abre y se cierra, acentúa la a y esconde la m. Susurro constante, lamento que nace apagado, crece y se dilata en el cuerpo. Imágenes que acompañan a la llorona
, que anticipa la palabra en abrir y cerrar de la quijada, jalada hacia atrás. Integración, imagen-palabra, canto espacial en ondinas de suaves notas y deliciosa música, acento mexica que encanta al hijo de una madre así de tierna.