mar era amigo de Borras (no El Borras, sino de apellido Borras) desde los antediluvianos días de la adolescencia, y su amistad se agudizó al comienzo de la juventud adulta propiamente dicha. Sus diferencias parecían tan complementarias que se hicieron amigos sin pensarlo –así es como se inician muchas veces las buenas amistades– y su conversación se volvió interminable, incansable, rollerísima, con la ansiosa egolatría de los chavos. Borras sabía más de política, cosas escalofriantes de la CIA en México y Vietnam, la revolución cubana, la rusa, y el 68 (había ido a las marchas, no que Omar a ninguna, le faltó edad); tenía al Che y a Lenin en sus muros y sus anaqueles. Omar tenía en los suyos a Baudelaire y Kafka. Los dos a los Rolling Stones. Se pasaban horas, y mejor si con gente alrededor, casi una peña, discutiendo las cosas más peregrinas, como, típico, las portadas esotéricas de los discos de larga duración cuando eran álbumes y la rebelión jugaba a las estampitas. Una cosa tenían los dos en común, les encantaba ser escuchados, así que los demás tendían a quedar de espectadores de su conversación. Tanto que Salas, que estudiaba cine cuando hacerlo era una novedad, rodó un corto en 16 milímetros de presunta ficción con Omar y Borras discutiendo arriba y abajo de las escaleras de la casa de la familia de Borras. Lo presentó en el CUEC y todo. Chance y ya ni existen esos rollos.
Borras, grandilocuente, quería cambiar el mundo. En serio. Se preparaba para eso. Tenía una imaginación enteramente literaria pero la usaba para interpretar la historia, la economía, la política como ajedrez. En su boca reverberaba la palabra revolución con dosis de Trotsky, Marcuse, Gramsci, Jerry Rubin, Abbie Hoffman y Malcolm X.
Omar sólo quería conocer el mundo, verlo y escucharlo, aprender de sus olores y sus climas, mojarse de las distintas formas, fuera mar, fuera río, lluvia, lago, lecho sudado de uso carnal. Bueno, Borras también, al menos lo último, pero para él el mundo quedaba de este lado de la luna, y para Omar atrás, en el lado oculto, y eso lo hacía soñador y distraído. Ingenuo, decía Borras. Sus respectivos intereses, preocupaciones y gustos se entrecruzaron, como sucede en esa etapa de la vida que uno todo lo chupa y absorbe. Para Omar la revolución, las barricadas y todo eso era muy interesante. Para Borras el arte, la literatura, los delirios, las películas, resultaban inspiradores y liberadores. Sobra decir que pisaban terreno gemelo en los libros de Julio Cortázar. Aunque John Lennon ya había decretado el fin del sueño, para ellos apenas comenzaba.
Borras proclamaba, con aterrador aplomo, que cuando llegara la revolución, lo primero que haría sería fusilar al conductor del noticiero estelar de la televisión de entonces. No bromeaba. Preveía su toma del Palacio de Invierno. Omar nunca había pensado en matar a nadie, quizás le faltaba imaginación, de ahí que Dostoievski a veces lo sacara de onda, las motivaciones del que mata al desnudo, la confesión del asesino. No que para Borras era Fiodor un profeta. Borras, educado ateo, leía más la Biblia y sabía de memoria pasajes enteros del Libro de Job, y de la Divina comedia que su mamá le leyó de niño para que se fuera a dormir.
Pensar que en la cristiana casa de Omar ni libros había. Sólo los suyos, que eran mal vistos ahí, como un peligro. Respiraba por ellos, en secreto.
Muy pronto les pasaría de todo. Elegirían carrera, se casarían, se mudarían de barrio, de ciudad, de país, de discurso. El río de la vida les tocó caudaloso. Omar creyó que Borras sería un líder revolucionario, fundaría algo. Borras no pensaba en qué sería su amigo, como si no le importara. En la debacle de las décadas se olvidaron mutuamente. Bueno, a ratos un pensamiento, una pregunta. Porque lo peor es que siempre supieron uno del otro. Hay tantos modos. Conocidos en común, cierta vida pública de ambos. Y ya no se parecen ni en las diferencias. Qué bueno que no se ven (ni en pintura). Si lo hicieran, nada de que cruces y aprendizajes reveladores. Sería el encontronazo. Sería hasta estúpido. Borras acabó trabajando para (y al paso del tiempo con) el conductor televisivo al que en su juventud planeó sacrificar en el altar de la revolución, y de ahí se internó en el sistema, haciéndose acreedor de sus múltiples recompensas. Ni modo mano, la revolución no se pudo. Y quién sabe cómo le hace, pero nunca se le cae la cara de vergüenza. Se hizo rico, y el dinero es un eficaz antídoto contra la vergüenza.
Omar se quedó buscando qué hay detrás de la Luna y es la fecha que no lo encuentra. Se sigue distrayendo. Ha de ser por eso que por lo regular anda perdido. Por ingenuo, repetiría Borras si lo viera, sólo que ahora hablando con la conmiseración del desprecio y la L de loooser! formada con el ángulo recto del pulgar y el índice. Es una lástima, deveras. Todo.