ay una coincidencia total en la interpretación oficial acerca de la situación económica del país. En corto, lo que sucede en términos del exiguo crecimiento del producto y del empleo, así como el repunte reciente de la inflación, son, todos ellos, asuntos de índole temporal. A cuánto tiempo se refieren, eso no queda claro.
Se ha comprobado ya que la estabilidad de precios no es incompatible con la falta de crecimiento de la economía, esa ha sido ya la situación durante más de una década. Pero en el caso del producto el periodo de lenta expansión es mucho más largo, más de 25 años.
El banco central puede manipular el costo del crédito fijando las tasas de interés de referencia, esa es una prerrogativa de la política monetaria. Sin embargo, en el mercado esto no provoca directamente que haya más préstamos a la producción y que su costo total disminuya. Este es un tema constante cuando se consideran las condiciones del mercado crediticio y punto nodal de la reciente reforma financiera. En el caso del crédito al consumo, aunque también caro, se ha registrado una expansión que, sin embargo, provoca mayor cartera vencida y sobreendeudamiento.
Por el lado del ahorro, la política de tasas de interés no sólo no ofrece ningún atractivo, sino que es un verdadero castigo. Los bancos comerciales pagan por ahorrar una tasa negativa, es decir, por debajo de la inflación, lo que conlleva una pérdida garantizada. La mayor parte del ahorro es forzoso y se realiza en las Afores, y el uso de esos recursos está regulado por las autoridades. No se moviliza para generar más actividad económica sino que se usa para financiar al gobierno. El que ahorra voluntariamente lo hace en su cochinito o en tandas.
Según las encuestas oficiales, la mayoría de los mexicanos tiene acceso al crédito, pero no en lo que se llama el sector formal. Hay un debate acerca de si lo que falta es oferta o, más bien, demanda de crédito. Esto es fútil, el tipo de demanda y de oferta existentes no se encuentran en el mercado, sea por el apetito de los bancos y su acomodo en negocios más rentables, o bien porque las condiciones de riesgo simplemente no convergen y fondean al gobierno. Seguir con ese debate es como la discusión de qué fue primero, si el huevo o la gallina, y según los aforismos del científico español Jorge Wagensberg sobre la evolución, tal dilema tiene respuesta: fue el huevo, ¡pero no era de gallina!
Así que la estabilidad de los precios es una virtud a medias cuando mucho, y desconectada de los procesos productivos, la generación de empleo e ingresos para la gente, y del aumento de la productividad mediante la inversión e innovación en mercados que tienen que ser mucho más abiertos. Y así no hay para dónde moverse.
El argumento de que la falta crecimiento del producto es igualmente una cuestión transitoria, debe partir de la historia reciente de esta economía y del desempeño del consumo, la inversión, las exportaciones y el gasto de gobierno. Ahí no ha habido dinamismo suficiente y, sobre todo sostenible; las razones son muy diversas y la lógica de las políticas económicas no responde a ellas. Insistir en que ahí hay virtud alguna no cambiará el curso de las cosas.
Los estímulos convencionales derivados de las teorías económicas dominantes acerca del comportamiento del homo economicus en que se basan la políticas públicas no llegan a los resultados esperados en materia de crecimiento y bienestar. No hay compatibilidad entre las bases de esos estímulos y el comportamiento de los agentes en el mercado.
Esos estímulos que forman parte de las reformas que ahora imperan quieren orientar a consumidores, inversionistas y al gobierno mismo a tomar decisiones y actuar para producir y crecer más. Pero están sustentadas en criterios de racionalidad que no corresponden a la manera en que la gente funciona en su vida cotidiana y en el mercado. Se defienden de y no se acoplan a los criterios técnicos.
Hay ya acumulada suficiente cultura económica, política y psicológica para cuestionar decisivamente la insistencia por un keynesianismo y un monetarismo agotados, también por un tipo de estatismo anquilosado aquí y en todas partes. A eso súmese la estructura institucional y legal y las condiciones propias de los mercados, partiendo de la enorme concentración económica que existe. Cambiar o, cuando menos, virar el curso pasa necesariamente por proponerse un nuevo modelo para armar.
Esta economía no ha crecido suficientemente en casi tres decenios, aun cuando la producción en Estados Unidos aumentaba a las tasas máximas de tendencia después del auge de la segunda posguerra. Ahora en medio de su propia crisis jala aún menos. No hay arrastre del TLCAN y la enorme serie de tratados comerciales firmados con quien se deje. Y quien crea que esa crisis ya se superó más vale que medite y vea los cambios que hay por debajo de las cifras que se ofrecen. Como muestra está el banco J.P. Morgan, que pierde mucho dinero, y los otros grandes no están de manteles largos. Y en Europa la preocupación es la deflación que, de imponerse, arrastraría la producción y el empleo. El capítulo iniciado en 2007 todavía no concluye. La fuerza interna de esta economía y, más bien, de la sociedad en su conjunto para crecer está atada firmemente.