iles de personas participaron ayer en las manifiestaciones realizadas en más de 80 ciudades de Estados Unidos en demanda del cese de expulsiones de extranjeros indocumentados de ese territorio y en contra de la política migratoria del presidente Barack Obama, a quien las organizaciones de migrantes han apodado El deportador en jefe. El sobrenombre no parece excesivo si se toma en cuenta la frenética tasa de deportaciones registradas en ese país durante la gestión del político afroestadunidense: alrededor de 2 millones de personas en total, y más de 140 mil en lo que va del año. Detrás de esa cifra se encuentran otras tantas historias de sufrimiento personal y de desintegración familiar; casos de maltrato y atropello cometidos por agentes migratorios, así como un repunte de la discriminación y la xenofobia social e institucional.
No deja de ser paradójico que esas circunstancias se hayan presentado de manera tan marcada en el gobierno de un político que arribó al poder con la promesa del cambio y que en reiteradas ocasiones manifestó la necesidad de modificar la política migratoria estadunidense, la cual, cabe recordar, es doblemente hipócrita: porque no obedece en sentido estricto a un afán legalista, sino a la necesidad de modular la mano de obra barata en aquel país, y porque sataniza la migración indocumentada al mismo tiempo que Estados Unidos se beneficia del invaluable aporte de ese fenómeno a su economía y su cultura.
Sin embargo, al igual que como ocurrió en otros ámbitos de su quehacer político, Obama decidió no sólo dar continuidad a las tradicionales políticas persecutorias y violatorias de los derechos humanos de su país en materia migratoria, sino que las recrudeció e intensificó. Con ello, el mandatario traicionó a los millones de votantes de origen latino –muchos de ellos descendientes de migrantes indocumentados– que sufragaron por él en las dos campañas presidenciales de 2008 y 2012.
Tan decepcionantes como su desempeño en el poder han sido las respuestas del mandatario ante la crítica generalizada por parte de organizaciones defensoras de migrantes: por un lado, ha responsabilizado al Congreso de su país por no haber aprobado una reforma migratoria y por obligarlo a cumplir la ley; por otro, ha dicho que revisará los procedimientos migratorios actuales para que la política de deportaciones pueda ser conducida de forma más humana
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Ambas posturas reflejan indolencia y una renuncia a actuar dentro del ámbito de las propias facultades presidenciales, que no son pocas: Obama podría empezar por ordenar el cese de las deportaciones y por impulsar decididamente la reforma migratoria que ha prometido en reiteradas ocasiones, y que hasta ahora ha quedado exhibida como un señuelo para atraer sufragios.