l 22 de agosto de 1940, el gobierno de México firmó con el gobierno de la Francia hipotéticamente libre, que tenía la capital en Vichy, un acuerdo que sirvió para salvar la vida o, al menos, la libertad de unos cien o 150 mil españoles republicanos, además de una buena cantidad de judíos y de libaneses que habían quedado también atrapados en ese país.
Sobre los españoles en particular convergían dos peligros. Por un lado, la policía franquista que libremente secuestraba a quien le parecía y lo remitía a España, con la complicidad de los gendarmes franceses. Tal fue el caso del presidente de Cataluña, Lluís Companys, entregado en Irún y fusilado en Barcelona, o del presidente Manuel Azaña, que se salvó gracias al corazón muy bien puesto del embajador de México. Por otro, los cuerpos de seguridad
nazis iban haciendo su trabajo de remitir a cuantos podían en calidad de mano de obra peor que esclava a los campos de trabajo de Alemania.
En el caso de los judíos, la ruta era más sencilla: directamente al exterminio.
El documento de referencia establecía que todos los mencionados eran declarados en tránsito hacia México –lo hubiesen solicitado o no- y por lo tanto bajo la protección
de nuestro lábaro patrio.
En efecto, nuestra tricolor representó una esperanza de salir de aquel infierno y una protección que funcionó razonablemente bien mientras se permanecía en él.
Casos hubo de gente que fue regresada de Alemania, incluso sin saber bien a bien por qué, como resultado de este compromiso y por gestiones de los representantes diplomáticos y consulares mexicanos, héroes todos, muchas veces anónimos, de una de las gestas humanitarias más importantes de la historia de la humanidad.
Es cierto que, con anterioridad a esa fecha, ya habían venido algunos barcos pletóricos de distinguidos republicanos más o menos demócratas, pero la mayor parte se había quedado allá y la invasión alemana les complicó sobremanera la vida.
Ahora bien, cabe tener presente que el éxito del documento referido no se debió únicamente a la habilidad y los pantalones del embajador Luis I. Rodríguez, del cónsul general Gilberto Bosques y demás. Cabe no perder de vista que los diplomáticos mexicanos en Berlín y en Roma lograron también con cierta facilidad que el gobierno de Adolfo Hitler y el de Benito Mussolini también lo reconocieran y se solidarizaran con él.
La razón no es que le tuvieran miedo a nuestros soldados, por machos que éstos sean. Tampoco les preocupaba gran cosa la artillería de nuestros barcos y submarinos y, mucho menos, de nuestra fuerza aérea. La razón es mucho más sencilla: le hacían ojitos a nuestro petróleo.
Sabemos del coqueteo con nuestro prieto energético, de manera que, hasta el 22 de mayo de 1942, cuando se declaró la guerra al Eje, no perdieron los de esa parte la esperanza de contar con él.
México fue un país fuerte y salvó muchas vidas gracias a que el petróleo era un instrumento del gobierno. Tal vez valdría la pena que no se perdiera de vista ahora que se está realizando una reforma energética, y me gustaría que pensaran hoy en ello también los hijos de quienes salvaron su vida gracias a que el petróleo era mexicano…