egún Adolfo Albo, funcionario de BBVA Bancomer, sólo 12.7 millones de adultos realizan alguna modalidad de ahorro en las instituciones financieras formales, mientras una cantidad muy parecida de personas físicas recurren al crédito en el sector financiero formal. En contraste, 18 millones ahorran (en tandas y en guardaditos) y otros 16 millones obtienen financiamento (en casas de empeño y usureros) en el sector informal.
El dato lleva necesariamente a reflexionar sobre el bajísmo grado de penetración de los bancos en la población del país y a cuestionar la utilidad social de un conjunto de instituciones financieras privadas que cada año obtienen márgenes desmesurados de ganancias, buena parte de las cuales sale de la economía nacional y termina en las matrices extranjeras de tales corporaciones, casi todas en Estados Unidos, España y Reino Unido.
Ciertamente, la causa principal de la escasez de ahorro –tanto en el sector formal como en el informal– es el estancamiento o la caída del ingreso de la mayor parte de la población, originado, a su vez, en una política económica orientada a concentrar la riqueza en unas cuantas manos y a privilegiar los intereses de las grandes corporaciones por encima de las necesidades de la sociedad. Pero este no es el único factor: ocurre, además que los altísimos márgenes de intermediación de las empresas financieras que operan en el país hacen, a ojos de la población, poco atractivo ahorrar en un banco, y demasiado riesgoso pedirle créditos.
Por más que Adolfo Albo afirme que las empresas bancarias ofrecen mejores condiciones de ahorro y de crédito que las instancias informales, la mayoría de la gente, a juzgar por los números, parece estar convencida de lo contrario, y tiene motivos para ello. Baste comparar, por ejemplo, los rendimientos que ofrece una cuenta de ahorros promedio con los intereses y tarifas que ha de pagarse por el uso de una tarjeta de crédito, y se verá que las condiciones bancarias no están muy lejanas de la usura.
Hay, desde luego, otros factores. A la combinación del alto costo de los servicios bancarios y de las severas dificultades que afronta la mayor parte de los ciudadanos –salarios e ingresos insuficientes, desempleo, cobros crecientes de tarifas de energía y agua, carestía inocultable, pérdida de derechos laborales, deterioro o desaparición de servicios públicos y de programas sociales– debe agregarse la contención del gobierno federal en el uso del presupuesto, observada a todo lo largo del año pasado, que tan nociva ha resultado para el desempeño económico del país y para las perspectivas de su gente.
Causas aparte, el hecho central es que el sistema bancario y financiero privado, integrado tras el rescate
que costó decenas de miles de millones de dólares a los ciudadanos, no cumple con la función económica y social que le corresponde y que su universo de usuarios está conformado por dependencias del sector público, las grandes corporaciones, personas morales e individuos de clase media. Es decir, la mayoría de la población mexicana se encuentra –por insuficiencia material, por decisión propia o por estrategias de mercado de las propias corporaciones– excluida del sistema bancario, y la reciente reforma financiera no va a cambiar tal circunstancia.