Foto: Cristina Rodríguez/
archivo La Jornada |
Apuntes
sobre la canción
John Berger
para Yasmine Ha
Yasmine, la semana pasada que te observé y escuché en tu presentación, tuve el impulso de dibujarte. Un impulso absurdo porque estaba demasiado oscuro. No podía mirar el cuaderno de apuntes que sostenía en mis rodillas. Por momentos hice garabatos sin mirar abajo, no podía quitarte los ojos de encima.
Existe ritmo en estos garabatos –cual si mi pluma acompañara tu voz. Pero una pluma no es una armónica ni una batería, y ahora en el silencio mis garabatos no significan casi nada.
Traías puestos unos zapatos rojos con tacones, calzas negras ajustadas, una camiseta oscura tirando a café, medio transparente con hombreras, y un chal naranja, del color de los chabacanos. Era como si pesaras muy poco, te veías seca, casi sin densidad, como quien se maravilla perpetuamente.
Cuando empezaste a cantar, esto cambió. Tu cuerpo entero ya no era seco, estaba pleno de sonido, como cuando una botella rebosa líquido.
Cantabas en árabe, un idioma que no puedo entender, pero recibía cada una de las canciones como una experiencia redonda, no era algo parcial. Eso hay que explicarlo. Sugerir que las palabras en una canción no importan es simplemente estúpido; ellas son las semillas de las que ésta ha nacido.
Recibí cada una de las canciones que cantabas al igual que lo hicieron cientos o más personas, muy pocas hablaban árabe. Pero pudimos compartir eso que tú cantaste. Cómo explicarlo. No estoy seguro que pueda explicar nada, pero quiero hacer algunas notas.
Una canción que se toca y se canta adquiere un cuerpo. Y lo hace asumiendo y poseyendo brevemente los cuerpos existentes. El cuerpo del contrabajo que se mantiene vertical mientras se tañe, o el cuerpo de la armónica cubierto por ambas manos que revolotean y pican como un pájaro frente a una boca, o el torso del baterista en su fluir en el ritmo. Una y otra vez se aposenta en el cuerpo del cantante. Y después de un rato, ocupa el cuerpo del círculo de personas que, conforme escuchan y gesticulan ante la canción, recuerdan y avizoran.
Una canción, tan distinta de los cuerpos que ocupa, no puede fijarse en tiempo y espacio.
Dibujos de John Berger |
Las canciones narran experiencias pasadas. Cuando se canta una de ellas, llena el presente. Las historias hacen lo mismo. Pero las canciones tienen otra dimensión que es únicamente suya. Mientras llenan el presente, las canciones esperan alcanzar el oído de quien escuche en algún futuro, en alguna parte. Y se tienden hacia delante, más y más allá. Sin la persistencia de esa esperanza, creo que las canciones no existirían.
Las canciones se tienden adelante, lejos.
El tempo, el pulso, el ritmo, los rizos, las repeticiones de una canción, construyen un refugio contra el flujo del tiempo lineal: un refugio donde el futuro, el presente y el pasado pueden consolarse, provocarse, ironizarse e inspirarse uno al otro.
La mayoría de las canciones que se escuchan en este momento por todo el mundo son grabaciones, no son interpretaciones en vivo. Y esto significa que la experiencia física de compartir y de reunirse es menos intensa, pero sigue ahí, en el corazón del intercambio y la comunicación que está ocurriendo.
Good mornin,’ blues,
Blues, how do you do?
I’m doing all right.
Good mornin’
How are you?
[Bessie Smith] |
[Buenos días, tristeza,/ Tristeza, ¿cómo te va?/ Yo ando bien./ Buenos días/ ¿Cómo estás.]
La canción con la que más me acuerdo de mi madre es “Shenandoah”. Algunas veces ella la cantaba al terminar alguna comida cuando había invitados y si ocurría algún momento de plenitud silenciosa. Su voz de contralto era suave, melodiosa y nada dramática. La canción, incluida en el cancionero de mi padre, data de mediados del siglo XIX. El valle de Shenandoah era un lugar de asentamientos indios en la mitad de Estados Unidos.
Oh Shenandoah
I long to see you,
away you rolling river
Oh Shenandoah
I long to see you,
Away, I’m bound away
‘cross the wide Missouri.
[Ah, Shenandoah/ Añoro verte,/ fluyendo lejos, río/ Ah, Shenandoah/Añoro verte/ Me voy, me voy muy lejos/ Cruzando el ancho Missouri.]
El río era tributario del Missouri que se une al Mississippi. Se volvió una canción cantada por negros porque en Estados Unidos el Missouri separaba el sur esclavista, del norte. A los boteros y marinos también les gustaba cantarla. En ese entonces, el curso inferior del Missouri tenía mucha navegación.
Mi madre me la cantaba cuando yo tenía uno o dos años de edad. No era frecuente, no era un ritual, y no tengo el recuerdo preciso de que me la cantara a mí solo. Pero ahí estaba la canción. Un objeto misterioso entre otros que había en la casa, pero del cual yo estaba consciente de que estaba ahí –como una camisa en la cajonera, para ocasiones especiales.
‘Tis seven years
since last I’ve seen you
and hear your rolling river
‘Tis seven years
since last I’ve seen you,
Away, we’re bound away.
Across the wide Missouri
[Son ya siete años/ de la vez que te vi/ y escuché fluir tu río// Son ya siete años/ de la vez que te vi,/ Lejos, nos vamos lejos./ Cruzando ancho el Missouri]
En cada una de las canciones hay distancia. Las canciones no son distantes, pero la distancia es uno de sus ingredientes, al igual que la presencia es uno de los ingredientes de cualquier imagen gráfica. Esto es cierto desde el principio de las canciones y el principio de las imágenes.
La distancia separa o puede ser cruzada con tal de propiciar una reunión. Implícitamente, todas las canciones (y a veces de forma explícita) se refieren a viajes.
I wish I was in Carrickfergus
only for nights in Ballygrand
I would swim over the deepest ocean
–the deepest ocean– for be your side.
[Quisiera estar en Carrickfergus/ unas noches tan sólo en Ballygrand/ Nadaría el océano más profundo/ –el océano más profundo–, con tal de a tu lado estar.]
Las canciones se refieren a secuelas y retornos, a recibimientos y despedidas. O para ponerlo de otra manera: las canciones se le cantan a una ausencia. La ausencia es lo que las ha inspirado y es a eso a lo que responden. Al mismo tiempo (y la frase “al mismo tiempo” adquiere aquí un significado especial) al compartir la canción la ausencia también se comparte y como tal se torna menos aguda, menos solitaria, menos silenciosa. Y esta “reducción” de la ausencia original que ocurre en el compartir propio del canto, o incluso en la memoria de dicho canto, la experimentamos colectivamente como una victoria. A veces es una victoria leve, a veces está encubierta.
“Me podía envolver” –dijo Johnny Cash– “en el cocuyo tibio de una canción e ir a cualquier parte; era invencible.”
Los ejecutantes de flamenco hablan con frecuencia de “el duende”. El duende es una cualidad, una resonancia que hace de una representación algo inolvidable. Ocurre cuando un ejecutante está arrebatado, habitado, por una fuerza o una serie de compulsiones que vienen de fuera de su propio ser. El duende es un fantasma del pasado. Y es inolvidable porque visita el presente para poder confrontar al futuro.
En 1933, el poeta español Federico García Lorca dio una conferencia pública en Buenos Aires acerca de la naturaleza de “el duende”. Tres años después, al comienzo de la Guerra civil española, lo fusiló un pelotón de la Guardia Civil del general Franco. Granada era su pueblo natal.
“Todas las artes” –pronunció en su conferencia– “son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto... El duende opera sobre el cuerpo de la bailarina como el aire sobre la arena. Convierte con mágico poder a una muchacha en paralítica de la luna, o llena de rubores adolescentes a un viejo roto que pide limosna por las tiendas de vino, da con una cabellera olor de puerto nocturno, y en todo momento opera sobre los brazos con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.”
Siempre hay demasiadas cosas en mi mesa de trabajo, siempre demasiados papeles. El otro día, al fondo de la pila me topé con una postal que me había enviado una amiga desde España unos dos meses antes. Se trataba de una postal con la foto en blanco y negro de una bailarina de flamenco, tomada por el fotógrafo español Tato Olivas, famoso por sus retratos de bailarines.
Cuando me crucé con esta imagen sentí que algo se disparaba en mi memoria, que no había notado cuando vi la postal por primera vez. Y algo se hizo claro.
La foto de la joven a punto de bailar me recordó un dibujo de un iris que yo hice. Un iris de una serie que dibujé unos dos años atrás. Busqué el dibujo y luego lo comparé con la foto.
Es cierto que tienen algo en común, una equivalencia, una rima, entre la geometría del cuerpo atento de la bailarina y la geometría de la flor que se abre. Tienen por supuesto rasgos diferentes, pero sus energías y el modo en que éstas se expresan en formas, gestos y movimientos sobre la superficie de cada una de las imágenes riman, son semejantes.
Escaneé ambas imágenes y las puse juntas para hacer un díptico que luego envié con una carta al fotógrafo Tato Olivas.
Me respondió diciendo que había hecho la foto veinte años antes, en la famosa escuela madrileña de Flamenco llamada Amor de Dios. Ahora está cerrada. Nunca volvió a toparse con la bailarina y no sabía su nombre.
Añadió que la “coincidencia” de las dos imágenes lo había hecho pensar en otra foto que era todavía más cercana al dibujo del iris. Una foto de la legendaria bailarina Sara Baras cuando era joven. Me envió una impresión de la misma y no podía creer lo que veían mis ojos.
La bailarina y el iris era como gemelas, excepto que una era mujer y la otra una planta. Uno podría asumir de inmediato que el fotógrafo o el dibujante se esforzaron en intentar “igualar” la otra imagen. Pero no es el caso. Las dos imágenes nunca habían estado juntas hasta ahora.
La semejanza entre ellas es innata (cual si fuera genética, lo que en el sentido normal no puede ser). La energía del baile flamenco y la energía de una flor que se abre parecen, sin embargo, obedecer a la misma formula dinámica; tienen el mismo pulso pese a sus muy diferentes escalas temporales. Rítmicamente se acompañan una a la otra; aunque en términos evolutivos estén a eones de distancia.
“Con expresiones que son madres de la danza de todos los tiempos.”
Una Anunciación, pintada por Antonello de Messina en la década de 1470. Es una pequeña pintura al óleo, no mayor que un modesto espejo junto a una palangana para lavarse. En la pintura no hay ángeles, ni Gabriel, ni ramas de olivo, ni lilas ni palomas. Vemos a la Virgen, en plano cerrado, la cabeza y los hombros, vestida con una túnica azul y un manto. En la repisa frente a ella está abierto un libro de salmos o un devocionario. Justo acaba de escuchar el anuncio de que va a dar a luz al hijo de Dios. Sus ojos están muy abiertos pero está mirando adentro. Sus labios también están muy abiertos –podría estar cantando. Sus dos manos aprietan ligeramente, pero buscan su seno. Es como si quisieran tocar, apuntar a su propio interior, ése que ha escuchado una señal.
Hemos dicho que una canción pide prestados cuerpos existentes en lo físico, de modo que pueda asumir, mientras se canta, un cuerpo propio. El cuerpo prestado puede ser el de un instrumento, el de uno de los ejecutantes, el de un grupo de ejecutantes o el de un grupo de escuchas. Y la canción salta de un cuerpo al otro, impredecible. Lo que la pintura de Antonello nos recuerda es que en cada caso la canción se asienta en el interior del cuerpo que asume. Halla su lugar en las entrañas de ese cuerpo. En el parche del tambor, en el vientre del violín, en el torso o la espalda de un cantante o de quien escucha.
La esencia de las canciones no es ni visceral ni cerebral sino orgánica. Seguimos las canciones para que nos envuelvan. Y por esta cualidad lo que ofrecen es muy diferente de lo que ofrecen otras formas de intercambio o de mensaje. Resulta que nos encontramos dentro del mensaje. El mundo impersonal no cantado permanece afuera, del otro lado de una placenta. Todas las canciones, aun cuando su contenido o su interpretación sean fuertemente masculinos, operan de un modo maternal.
Las canciones conectan, colectan y reúnen. Aun cuando no se les cante son puntos concomitantes de ensamblaje, de encuentro. Las letras de las canciones, sus palabras, son diferentes de las palabras que hacemos en prosa. En la prosa las palabras son agentes independientes; en las canciones son primero que nada y sobre todo, los sonidos íntimos de su lengua materna. Significan lo que significan, pero al mismo tiempo responden a todas las palabras que existen en esa lengua y fluyen hacia ellas.
Las canciones son como ríos, cada uno fluye por su propio curso –y no obstante todas fluyen para alcanzar el mar del que vino todo. El hecho de que en muchos lenguajes el lugar donde el río entronca con el mar se le llame la boca del río subraya la comparación. Las aguas que fluyen hacia la boca de un río están en su camino rumbo a un más allá inmenso. Y algo semejante ocurre con lo que sale de la boca de una canción.
Gran parte de lo que nos ocurre en la vida es innombrable porque nuestro vocabulario es demasiado pobre. La mayoría de las historias se cuentan en voz alta porque el narrador confía en que narrar una historia pueda transformar un suceso innombrable en algo familiar, en algo íntimo.
Tendemos a asociar intimidad con cercanía y la cercanía con una cierta suma de experiencias compartidas. No obstante, en realidad, los extraños totales que nunca se dirán una sola palabra entre sí, pueden compartir una intimidad. Una intimidad contenida en el intercambio de una mirada furtiva, un asentimiento con la cabeza, una sonrisa, el encogerse de hombros. Una cercanía que dura por minutos o lo que dura una canción que se canta o que se escucha juntos. Es un acuerdo en torno a la vida. Un acuerdo sin cláusulas. Una conclusión espontáneamente compartida entre historias no contadas que se reunieron en torno a la canción presente.
Las veinte horas, a la caída de la tarde en un verano dentro del Metro que va rumbo a un suburbio parisino. No hay asientos desocupados pero los pasajeros que están de pie no van apretujados. Cuatro hombres en sus veinte años se paran en grupo cerca de las puertas corredizas del lado derecho del vagón, puertas que no se abren cuando el vagón va en esta dirección.
Uno del grupo es un negro, dos son blancos y el cuarto es tal vez un magrebí. Estoy parado a cierta distancia de ellos. Lo que primero atrapó mi atención fue su muy visible connivencia y la intensidad de su conversación y sus historias.
Los cuatro están escrupulosamente vestidos pese a que sus ropas son casuales. Por su apariencia, parece importarles más cómo se ven que a la mayoría de hombres de su edad. Todo lo relacionado con ellos implica que están alerta, pero nada es culposo o por pena. El magrebí usa unos shorts azules y unos Nike impecables. El negro trae una malla ajustada, del color del sándalo, sobre su pelo negro y grueso. Los cuatro son viriles y masculinos.
El tren se detiene y algunos cuantos pasajeros se bajan. Me puedo mover un poco más cerca del cuarteto.
Cada uno interviene con frecuencia en un recital de uno con los otros. No hay monólogos pero de igual modo nada parece ser una interrupción. Sus dedos, bastante móviles, están con frecuencia cerca de sus rostros.
De pronto me viene la certeza de que son totalmente sordos. Es su fluidez lo que me impidió darme cuenta antes.
Otra estación. Encuentran cuatro asientos juntos. Se continúan comportando como si estuvieran solos. Y no obstante el modo en que deciden ignorar al resto de nosotros es una forma del tacto o la gentileza, no es indiferencia.
Miro de un lado al otro del vagón. Me parece que soy la única persona que los ha notado. Ocasionalmente alguno de los cuatro gruñe con risas. Sus historias, sus comentarios de los eventos, continúan. Ahora los miro con la misma curiosidad que ellos se miran entre sí.
Comparten un vocabulario de signos gestuales para reemplazar un vocabulario de palabras pronunciadas, y este vocabulario de ellos tiene su propia sintaxis y gramática, casi toda establecida por la sincronización. Sus signos gestuales los hacen las manos, los rostros y los cuerpos que asumen la función de lengua y oído, de un órgano que articula y otro que capta. En cualquier diálogo sostenido en cualquier parte ambos son igualmente importantes. Pero en el vagón completo, tal vez en el tren entero, no hay diálogo alguno que se compare con el de ellos.
Foto: Víctor Camacho/ archivo La Jornada |
Cada uno de los rasgos físicos con los que el cuarteto se expresa con el fin de conversar (ojos, labios superior e inferior, dientes, barbilla, cejas, pulgares, dedos, muñecas, hombros), cada rasgo contiene el rango de un instrumento musical, o el de una voz con todas sus notas y acordes específicos, con sus trinos y sus grados de insistencia o duda.
No obstante en mis oídos está tan sólo el sonido del tren que disminuye la velocidad para hacer la siguiente parada. Muchos pasajeros se ponen de pie. Podría sentarme pero prefiero quedarme donde estoy. Los cuatro, por supuesto, están conscientes de mi persona. Uno de ellos me brinda una sonrisa, no de bienvenida, pero sí de aquiescencia.
Interceptar su miríada de intercambios, a los que no puedo dar un nombre, seguir sus respuestas de un lado al otro mientras me mantengo ignorante de lo que quieren decir, bambolearme a su ritmo, dejarme llevar por su expectativa, me hace tener la sensación de que estoy dentro de una canción, una canción nacida de sus soledades, una canción en un lenguaje extranjero. Una canción sin sonidos.
This train is bound for glory, this train,
This train is bound for glory, and if you ride it, it must be holy
[Biddeville Quintette. Chicago,1927]
[Este tren viaja rumbo a la gloria, este tren/ Este tren viaja rumbo a la gloria, y si te subes, debe ser sagrado.]
Recientemente escuché y miré al presidente francés dirigirse a la nación por casi tres horas durante una conferencia de prensa televisada. Y el suyo fue un discurso algebraico. Es decir, lógico y consecuente, pero casi sin referencia alguna a realidades tangibles o experiencias vividas.
Tiene sentido del humor, es inteligente, y da la impresión de ser sincero, y de que cree en la alianza con los Grandes Negocios que está proponiendo, pese a haber sido electo como candidato socialista. ¿Por qué es tan vacuo su discurso? ¿Por qué lo registra uno como un monólogo de siglas y acrónimos?
Es porque se deshizo de todo sentido de historia, y por tanto no tiene una visión política de largo plazo. Históricamente hablando, vive de la boca a la boca. Ya abandonó la esperanza. Por eso el álgebra. La esperanza engendra vocabularios políticos. La desesperanza conduce a la imposibilidad de las palabras.
En esto Hollande es típico del período que atravesamos. Casi todos los discursos y comentarios oficiales son mudos en relación con lo que vive e imagina la vasta mayoría de la gente en su lucha por sobrevivir.
Los medios ofrecen distracción trivial inmediata con tal de llenar el silencio que, de otro modo, podría empujar a la gente a preguntarse, una a la otra, cuestiones relacionadas con el injusto mundo en que vivimos.
Nuestros líderes y nuestros comentaristas de los medios hablan de lo que vivimos profiriendo guturismos inentendibles que no son la voz de los pavos sino la de las Altas Finanzas. La prosa, como forma de discurso, depende de un mínimo de continuidades de significación establecidas; la prosa es un intercambio con un círculo envolvente de diferentes puntos de vista y opiniones, expresados en un lenguaje descriptivo compartido. Ese lenguaje compartido no existe más. Esta es una pérdida histórica, aunque sea temporal.
Por el contrario, las canciones pueden expresar la experiencia interior de ser y devenir en este momento histórico –aun cuando se trate de canciones antiguas. ¿Por qué? Porque las canciones están contenidas en sí mismas y porque las canciones envuelven con sus brazos al tiempo histórico.
Takes a worried man to sing a worried song
Takes a worried man to sing a worried song
Takes a worried man to sing a worried song
I’m worried nowwww
But I wont be worried long.
[Woody Guthrie] |
[Sólo un hombre atribulado canta su tribulación/ Sólo un hombre atribulado canta su tribulación/ Sólo un hombre atribulado canta su tribulación/ Ahora estoy atribuladoooo/ Pronto no lo estaré ya.]
Las canciones envuelven con sus brazos al tiempo histórico sin proponer la utopía.
La colectivización forzada de la tierra, con la hambruna que causó en la Unión Soviética y luego en el Gulag soviético, con las enciclopedias de sentido engañoso que lo acompañaron, se iniciaron, se prosiguieron implacables y se justificaron siempre en nombre de una utopía donde el hombre soviético, nuevo y sin precedentes, pronto habría de vivir.
Del mismo modo, la siempre creciente pobreza humana que es creada hoy a nivel global, y el saqueo del planeta que prosigue, son implementados y justificados en aras de una utopía que será garantizada por las Fuerzas del Mercado, cuando no se les regula y se les deja operar libremente. Esta es una utopía donde, en palabras de Milton Friedman, “cada hombre pueda votar por el color de la corbata que desea”.
En cualquier visión utópica, la felicidad es obligatoria. Esto significa que en realidad es inalcanzable. Dentro de su lógica, la compasión es una debilidad. Las utopías desprecian el presente. Las utopías substituyen la esperanza con dogmas. Los dogmas están grabados en piedra. Por el contrario, las esperanzas vacilan como la llama de una vela.
Tanto las velas como las canciones acompañan con frecuencia a las plegarias. Y las plegarias en casi todas, si no es que en todas las religiones, templos e iglesias, tienen dos rostros. Pueden reiterar incesantemente el dogma, o pueden articular la esperanza. Y lo que ocurre no siempre depende del lugar o circunstancia donde se eleve una plegaria. Depende de las historias de quienes rezan.
El pequeño poblado de San Andrés Sacamch’en, en el estado de Chiapas al sur de México. Hay ahí una pequeña iglesia. De la iglesia surge el tenue sonido de voces que cantan. Adentro no hay ningún sacerdote. Hay cuatro cantantes de pie. Dos hombres y dos mujeres jóvenes. Los cuatro son indígenas.
Los hombres se paran bastante aparte de las mujeres pero los cuatro cantan en polifonía. Las dos mujeres tienen sus bebés amarrados a la espalda.
En una capilla lateral está la estatua de tamaño natural de San Andrés, el apóstol, tallada en madera. Viste una túnica y unos calzones largos que no están tallados, sino que son ropajes de verdad. En el piso de la iglesia tras del altar hay casi mil velas encendidas, muchas de ellas dentro de vasitos o frascos de vidrio. Una puerta lateral tras el altar quedó entreabierta y por ahí se cuela una brisa que hace titilar las flamas y las inclina a los lados. El ritmo de las voces y el ritmo de las flamas de las velas titilantes.
Eventualmente uno de los bebés llora pidiendo comida. El canto se detiene y la madre le da pecho al bebé. La otra mujer, cuyo bebé duerme, recoge la bolsa que tiene a sus pies, saca una túnica, la desdobla y camina hasta la estatua de San Andrés. Le cambia la túnica que trae puesta por la que ella trae. Como lo imaginaba, ya necesita una lavada.
Las mil llamas de vela, a escasos centímetros del suelo, siguen titilando por la brisa.
Cesaria Évora murió el año pasado. No fue sino hasta sus cincuenta años que se volvió una estrella mundial. Cantaba música afroportuguesa en un lenguaje y un acento incomprensibles para casi todas las personas no nacidas en Cabo Verde. Era intransigente, obstinada, reincidente. El tono de su voz era el de una adolescente probando suerte en un bar de marineros, antes de irse a casa a cuidar a su madre enferma. “A todos los perros les llega su viernes”, dijo alguna vez.
Cuando iba de gira por el mundo llenaba estadios gigantescos, sin ser exótica. Tenía una cara tan redonda como un vientre. Cuando sonreía, lo que hacía con frecuencia, era su sonrisa como aquélla que llega después de asimilar una tragedia.
Los ricos escuchan canciones. Los pobres se aferran a ellas y las hacen suyas. La vida, dijo Évora, consiste de hieles y mieles.
Pienso en el notable poema de Moya Cannon:
It was always those with little else to carry
who carried the songs
to Babylon,
to the Mississippi –
some of these last possessed less than nothing
did not own their own bodies
yet, three centuries later, deep rhythms from Africa,
stowed in their hearts, their bones,
carry the world’s songs.
For those who left my county,
girls from Downings and the Rosses
who followed herring boats north to Shetland
gutting the sea’s silver as they went
or boys from Ranafast who took the Derry boat,
who slept over a rope in a bothy,
songs were their souls’ currency
the pure metal of their hearts,
to be exchanged for other gold,
other songs which rang out true and bright
when flung down
upon the deal boards of their days.
(Moya Cannon, Carrying the songs, Carcanet Press)
[Siempre fueron ésos, los que ya casi no tenían algo que cargar/ quienes cargaban las canciones/ a Babilonia,/ al Mississippi–/ algunos de estos últimos poseían menos que nada/ ni siquiera poseían sus propios cuerpos/ y tres siglos después, los profundos ritmos de África, estibados en sus corazones, en sus huesos,/ son los que cargan las canciones del mundo.// Para quienes abandonaron mi condado/ muchachas de Downings y de Rosses/ que siguieron las pesqueras de arenque al norte de Shetland/ destripando la plata del mar, como se fueron/ o los niños de Ranafast que tomaron el barco en Derry/ que durmieron sobre las cuerdas en una casamata/ con sus canciones como divisa del alma/ como metal puro de sus corazones,// para cambiarlos por otro oro/ por otras canciones que sonaban verdaderas y brillantes/ cuando eran lanzadas sobre las cubiertas de los barcos de sus días.]
El modo en que los cantantes juegan con la linealidad del tiempo, o la desafían, es algo que guardan en común con lo que los acróbatas y los juglares hacen con la fuerza de la gravedad. Hace poco, en un pueblo francés vi a una familia de maromeros que hacía su representación en una esquina cercana a un supermercado. El papá, tres niños y una niña. También estaba una perrita, una Scot-terrier. La perrita, lo supe después, se llamaba Nola y el padre, Massimo. Todos los niños eran esbeltos y tenían ojos oscuros. Massimo era grueso e impositivo.
El mayor de los muchachos, y principal malabarista y manejador, tenía probablemente diecisiete años, tal vez más (fue difícil calcular sus edades porque para ellos no parecía existir la categoría de niñez).
La jovencita de seis o siete años se trepó en él como si fuese un árbol, un árbol que se transformaba en vigas de un techo sobre el que ella se sentaba. El padre estaba bastante atrás con un amplificador y el equipo de sonido sobre el adoquinado. Los observaba con ojos de beagle y rasgueaba una guitarra. Las vigas del techo comenzaron a inclinarse gentilmente y depositaron a Ariana, la niña, en el suelo. El muchacho descendió como un elevador, muy lentamente, y la niña dio un paso atrás para posarse en el adoquinado al ritmo de la guitarra de su papá.
Llega el momento para que David (¿diez, doce años?) haga su número. Únicamente hay media docena de espectadores, es la mitad de la mañana, la gente está ocupada. David se monta en su monociclo, lo lleva por la calle, da la vuelta y lo conduce de regreso con el mínimo de esfuerzo. Hace esto para mostrarnos sus credenciales.
Luego, desmontándose en la acera donde se halla una bola de cuero del tamaño de una gigantesca calabaza con plumas, avienta sus zapatillas y se sube con pies desnudos a la bola. Empujando con sus talones, y con las plantas de los pies que asumen la curvatura de la bola, la persuade lentamente de que se mueva y ambos avanzan. Mantiene su brazo abajo, al lado. Nada de lo que hace revela la dificultad de mantener el balance de la bola rodante.
Se para en ella, con la barbilla en alto, mirando a lo lejos, como estatua en un pedestal. La bola y él avanzan triunfantes al paso de una tortuga muy lenta. Y en ese momento de logro comienza a cantar, acompañado por su papá que toca una armónica. David tiene un micrófono miniatura pegado con cinta adhesiva cerca de su mejilla izquierda.
La canción proviene de Cerdeña. Él la canta con una voz llana de tenor. Es la voz de un pastor solitario, no la de un niño. Las palabras describen lo que ocurre cuando lanzan sobre ti un mal fario, una historia tan vieja como las colinas.
El triunfo y el mal fario.
El mal fario y el logro reunidos en un acto que al mirarlo uno espera que siga y siga y siga. Picasso pintó el mismo acto cerca de 1900.
El mal fario y el triunfo. He intentado explicar por qué hoy las canciones pueden referirse, en su modo único e incomparable, a la experiencia que cada quien tiene del mundo en que vivimos. Y esto, Yasmine, es por lo que podemos compartir contigo lo que tú nos estás cantando.
Con tu mano derecha sostienes el micrófono cual si fuera a ser barrido por una corriente. Y cuando tu voz alcanza una cierta tonalidad haces un gesto con tu brazo izquierdo. Lo bajas vertical al piso donde los cables se enroscan a un lado de tus zapatos rojos. Y el pulgar de tu mano izquierda baja también vertical para tocar la punta, no de tu índice sino de tu dedo cordial. Tu índice se dobla y apunta hacia arriba para rozar la yema de tu pulgar. No podemos ver su punta. Y este gesto, conforme desciende tu voz, cuando cantas la canción acerca de las noches de Samar, anuncia que el bozal de la canción anida en la palma de tu mano.
Los que escuchamos empezamos a batir palmas en tu ritmo. Nuestro batir de palmas nada tiene que ver con el aplauso. Es generar la energía y afilar la atención que compartimos, algo necesario para seguir a otra parte.
Y de repente, ya que nos atrevimos a confiar, a tener esperanza, esa otra parte viene aquí, a nosotros, a través tuyo.
Traducción de Ramón Vera Herrera
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