uando faltan menos de 18 meses para los comicios federales del año entrante, el Instituto Federal Electoral (IFE) se encuentra en fase de liquidación, el nuevo instituto nacional electoral no ha sido establecido y cabe preguntarse si en tan poco tiempo la nueva dependencia será capaz de recibir las atribuciones, los bienes y las obligaciones que herede de la vieja y organizar unas elecciones confiables y verosímiles.
Tal situación deriva de la decisión de las bancadas legislativas de cercenar el Consejo General del IFE y de dejarlo en una suerte de limbo institucional, así como de la reforma política pactada y aprobada en el marco del Pacto por México, en la cual se estipula la creación de una nueva autoridad electoral y la redistribución de funciones entre ésta y los institutos electorales estatales. Pero para concretar dicha reforma se requiere de la formulación de leyes reglamentarias que, a lo que puede verse, no se cuentan entre las prioridades de ninguna de las dos cámaras.
Pero, más allá de la indolencia de los legisladores, de los quebrantos institucionales del organismo en liquidación y de las dificultades para la creación de su sucesor, la crisis de la institucionalidad electoral del país tiene origen en el severo descrédito causado por el manejo desaseado e inverosímil de los procesos electorales de 2006 y 2012.
En el primer caso ni el IFE ni el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación lograron convencer a un tercio del electorado de que Felipe Calderón había ganado los comicios presidenciales con un margen de ventaja de 0.56 por ciento sobre su más cercano rival, Andrés Manuel López Obrador; en el segundo, la primera de esas instituciones se hizo de la vista gorda ante los astronómicos gastos priístas en publicidad y promoción del sufragio, en tanto la segunda desechó cualquier investigación de los sólidos indicios de que el tricolor había empleado en su campaña electoral muchos más recursos que los permitidos.
Tales gestiones fallidas, cuya responsabilidad histórica recae principalmente en Luis Carlos Ugalde y Leonardo Valdés Zurita, titulares del IFE en los años respectivos, dejaron en amplios sectores del electorado la impresión de que, a pesar de la tan traída y llevada transición mexicana
, la democracia en el país es una mera fachada, y que los resultados electorales se deciden fuera de las urnas.
Con estos antecedentes resulta difícil imaginar cómo podría fundarse una nueva institución encargada de organizar elecciones sin que se vea contaminada por la indeseable herencia del déficit de credibilidad que deja el IFE actual.
Con todo, semejante lastre debe ser superado a la brevedad si es que se pretende contar con niveles razonables de participación ciudadana en las elecciones federales de 2015. Y se requiere también, por supuesto, acelerar los procesos legislativos e institucionales pendientes a fin de que el país pueda disponer, a la brevedad, de una institución capaz de organizarlas.