os libros se amontonan en la vida como una casa nunca acabada ni ordenada, y forman capas geológicas, de pie o yacentes, de libros y libros, palabras y palabras que se multiplican y son escuela, alimento, fuente de un montón de cosas (de casi todas). Una pregunta que nadie se hace es: ¿quienes están detrás de esa fertilidad inagotable? Cara, barata, de segunda mano, robada, alquilada, incesante. Pero tiene respuesta: los editores. De lo marginal al centro burocrático, de la élite local al espantoso mercado global, allí están, quién los viera tan callados. Conozco algunos, son gente a todo dar. A ninguno desde hace tanto como a Marcelo Uribe. No se me ocurre nadie más, aparte de mis hermanos, a quien conozca por más de 50 años, bajita la mano, y siga ahí. Así que si lo celebran, me puedo unir.
Aunque nuestra amistad data de momentos claves de la adolescencia, también fuimos niños, y como tales no nos entendimos nada; digamos que yo era más bruto, pero nos veíamos diario en la misma escuela y, supongo, el mismo salón de clases. Nos uniría descubrir que para el otro lo más importante era la literatura. La poesía, para ser precisos. Debíamos rondar los 15 o 16. Perdió sentido que nuestras pulsiones exploradoras fueran opuestas, y encontramos un territorio gemelar. Definitiva en ese periodo fue la presencia de nuestro maestro de literatura, el poeta jesuita Mauricio Brehm, quien como autor aún espera reconocimiento, y que nos puso al día y a trabajar con entusiasmo incomparable. Por él descubrimos a Gerald Manley Hopkins, claro, pero también a Beckett, José Agustín, Paz, Cuesta, Breton, Sor Juana y Góngora.
Dentro y fuera del aula desfilaron por la preparatoriana escuela Brehm
futuros escritores, teatreros, periodistas, editores, bibliotecarios. También artistas plásticos y conceptuales. Aunque Marcelo y yo llegamos juntos a la UNAM, de inmediato nuestros senderos se bifurcaron, como era inevitable. A lo mejor por eso nuestra amistad permanece intacta. Esporádica y distante si se quiere, pero aún contando.
Para él fue entrar a la universidad y encontrarse con Coral Bracho. Amor y admiración le cambiaron la vida a escala astronómica. Coral siempre fue un ser extraordinario, como venido de otro planeta, uno más delicado. Por su sangre la poesía corre de manera mágica. Juntos fundaron la revista La mesa llena, significativo nombre, con un pequeño grupo de autores que sigue afín: David Huerta, Paloma Villegas, Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora. Por mi parte, rápido migré a la facultad de Medicina, donde mis primeros grandes amigos serían por cierto los carnales de Marcelo, unos tales Jaime Sepúlveda y Juan Pérez de segundo apellido Amor (sí, la familia de Pita y de Elenita), con el tiempo médicos brillantes.
Marcelo siempre ha sido un poeta refinado, mas por cosas raras de la vocación puso buena parte de sus dones al servicio de las palabras de otros, empezando por Coral, en quien tuvo la lucidez de identificar a la gran poeta, y devino su guardián. No extraña que hoy cuide eficazmente a tantos otros. Aquí pierdo un poco sus pasos, lo siguiente que recuerdo es que labora de corrector en el Fondo de Cultura Económica, bajo la laxa égida de Alí Chumacero y con Adolfo Castañón, quien fuera nuestro condiscípulo en las clases y tertulias de Huberto Batis. No creo casualidad que a su vez Coral se incorporara al heroico equipo (con otros poetas) que construyó el Diccionario del español de México, coordinado por Luis Fernando Lara en el Colegio de México, nuestro estandarte definitivo por amor al idioma contra el colonialismo de la decrépita Real Academia de la Lengua Española, amorcillada en sus distante provincia ibérica.
No respondo por las cronologías, pero en determinado momento Marcelo ya era editor en Era, donde tuvo el privilegio de colaborar con una editora definitiva de la cultura mexicana: Neus Espresate. Otra escuela para el rigor y los cuidados, responsable por ejemplo de casi toda la obra de Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, o la completa de José Revueltas, pero también de las aventuras de la Biblioteca Popular Era, las revistas Cuadernos Políticos y Chiapas, los grandes reportajes de Fernando Benítez, los textos definitivos de Luis Cardoza y Aragón y ahora Juan Gelman, y también los autores de La mesa llena, con excepción del propio Marcelo, que por desgracia (¿o elegancia?) publica poco y en otras partes.
Es justo que lo reconozcan ahora como editor definitivo de nuestras letras, que son las de todos. Su apasionado compromiso con el libro y la letra impresa bien escrita les consta a quienes Marcelo ha editado y publicado, y no sólo a los que coinciden con él en ferias y congresos del ramo sino sobre todo a los miles de hispanohablantes que hemos leído parte de nuestra mejor literatura reciente pasada por el firme y sensible cedazo de Marcelo Uribe, quien sería como John Entwistle, el bajista de The Who: the quiet one.