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Hacia un viaje redondo
L

a escena sucede en París. Son las semanas finales de 1983 y los meses iniciales de 1984 en la Maison de Sciences de l’Homme a donde fui citado a una reunión en la que allí se me contrataría gracias a los buenos oficios de Louis Panabière, Claude Bataillon y Jean Meyer. Debido a mi paupérrimo conocimiento del francés me equivoqué de hora y llegué, en vez de a las cuatro, a las seis de la tarde, causando una pésima impresión y un agudo problema logístico, pues ya no se tenía una sala de reuniones para realizarla. Después de salvar escollos burocráticos resultó que la sala asignada fue la biblioteca personal de trabajo del director de la institución, Fernand Braudel.

Avergonzado y mientras se juntaban todos, me dediqué a hurgar entre los estantes de esa maravillosa biblioteca en la que se encontraban sólo tres libros en español: Economía y sociedad, de Max Weber, en su primera edición del Fondo de Cultura Económica (FCE) de 1944; la primera y la segunda ediciones de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, también del FCE y, para mi gran sorpresa, Pueblo en vilo, microhistoria de San José de Gracia en su primera edición de El Colegio de México de 1968.

Tuvimos la reunión, acordamos que se haría un seminario y, claro, casi como represalia por mi retraso yo iniciaría presentando mi propuesta de trabajo. Eso hizo que el día señalado llegara a las 8 y media de la mañana, hora y media antes de la cita fijada. El salón y el edificio estaban desiertos y una mujer de la limpieza me mostró la ruta hacia la cafetería, a la que no llegué, pues en el camino me crucé con la única puerta entreabierta en el pasillo, vecina de la biblioteca aquella y dije: ‘¡esta es la mía!, puedo curiosear con tiempo y tranquilidad’. Empujé la puerta y me encontré con la figura entre sorprendida y sonriente del dueño de la oficina y de la biblioteca.

Era Fernand Braudel que, ante mi cara de azoro, me invitó a pasar preguntándome qué se me ofrecía y de dónde era, balbuceé una respuesta, me explicó lo obvio –que se preparaba café–, me invitó una taza y en un gesto que sólo explico porque ya nadie le hacía caso en la Casa que dirigía, me invitó a sentarme. Sorprendido le conté que la víspera había conocido su biblioteca y que me surgía una pregunta: ¿por qué esos libros en español?

Es muy importante, me contestó. La edición de Max Weber del FCE había permitido a los historiadores y académicos en ciencias humanas de su generación conocer y difundir el pensamiento de Weber, pues en sus épocas de estudio nadie leía en alemán y la ciencia social francesa no se había interesado en traducirlo. De acuerdo a Braudel, si no fuera por la edición del FCE, seguramente la influencia de Weber hubiera sido inexistente o, por lo menos, muy pobre, pues muy pocos lo hubieran conocido.

La edición de su Mediterráneo y el mundo mediterráneo en español era de las más queridas por él, pues la había impulsado Silvio Zavala, quien se había convertido en su amigo admirado y se sentía honrado de que se hubiera publicado con una introducción suya.

Y Pueblo en vilo era el mejor libro de historia que había leído en los últimos 30 o 40 años. Era, según Braudel, el libro que él hubiera querido escribir. Su autor había tenido la inteligencia de cambiar el foco y, poniendo el acento en la vida cotidiana de la gente del pueblo, había creado la historia cultural que él no había podido escribir porque ni él ni nadie había encontrado la verdadera escala para contarla.

Como toda gran aportación a la historiografía y a la ciencia –me dijo– el secreto estaba allí, pero nadie fue capaz de verlo hasta que llegó este historiador mexicano que cambió la concepción para entender la vida de los pueblos. Luis González había encontrado un nuevo paradigma, expresó textualmente. ¿Lo conoce? me preguntó. ¿A qué se dedica? Cuando le conté que yo venía de la pequeña institución que don Luis había fundado y, sobre todo cuando le conté de la vida cotidiana de El Colegio de Michoacán, de que la hora del café era la reunión institucional más importante y formal, me miró serio. ¿De verdad lo conoce personalmente?, preguntó. Le conté que lo veía todos los días y que podía conversar con él a diario.

Se quedó callado un instante y empezó a bombardearme con preguntas sobre don Luis. Fui entrando en confianza respondiendo a cada una de ellas hasta que llegó la que estaba en el centro de su cabeza desde el principio. ¿Y tiene usted su dirección personal? Sí claro. ¿Y me la puede dar? Saqué mi libretita roja, la anotó, se quedó callado y empezó a argumentar sin parar: y entonces ¿qué hace usted aquí?, aquí no va usted a encontrar nada, todo lo tiene allá, aquí todo esta viejo: está vieja la sociedad, están viejas las instituciones, está vieja la academia. Pero aquí está Emmanuel Leroy Ladurie y su Montaillou, village occitanne, y en Italia Carlo Ginzburg y su El queso y los gusanos, argüí en voz baja.

Nada, nada, nada, respondió Braudel. La fuente original es Luis González. Él es a quien hay que aprenderle, es él quien tiene mucho qué enseñar. No se quede usted aquí, no tiene nada que aprender aquí. Vuelva de inmediato a su país, regrese a su pequeña institución, allí se va a hacer historiador de cosas importantes. No pierda más el tiempo y la oportunidad de investigar y vivir al lado de Luis González, concluyó Fernand Braudel.

Lo vi dos o tres veces más y Braudel me recibía con una sonrisa y una pregunta mientras movía su cabeza a uno y otro lado: ¿sigue usted aquí?

Cuando muchos años después le conté a don Luis esta historia me sonrió con un sentimiento entre de pudor y orgullo –o de ambos–, y me dijo: lo importante es que aprendió otro idioma y así se le abrió la posibilidad de acceder a una gran cultura, a una gran civilización. En esa respuesta está presente el rasgo que quizá mejor expresa a Luis González: la humilde generosidad de su grandeza.

La huella de un hombre como Luis González queda grabada en el corazón de todos los hombres que sus ojos miraron y de todos aquellos a los que compartió palabras e ideas. La suavidad de sus maneras nos ofrece los indicios de su simiente agrícola y ranchera. Aprendió de los hombres de su entorno que el tiempo es relativo y sólo puede recuperarse en una conversación, en la memoria de un abrazo, de una comida compartida, de un camino andado en compañía. Por ello, para que la historia de don Luis permanezca viva, es preciso contarla y recontarla al infinito hasta alcanzar el perfecto viaje redondo que soñaba.

Twitter: cesar_moheno