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Enrique López Aguilar
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Jaime Sabines (IV DE V)
Todavía no eran los tiempos (aunque estaban cercanos) en los que Jaime Sabines cometería “deslices políticos” como los de aceptar una diputación federal priísta por su estado (1976-1979), otra por el Distrito Federal, en 1988, y aceptar ser presidente de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados, en 1989; tampoco eran tan conocidas sus declaraciones a favor del PRI, ni había aceptado ediciones lujosas pagadas por el partido en el poder (Uno es el hombre, 1990) o Telmex (Recogiendo poemas, 1997), y todavía no criticaba a Samuel Ruiz ni al zapatismo: lo innegable es el hecho de que el PRI y el gobierno intentaron capitalizar la imagen y la popularidad de un poeta con filiaciones partidistas.
Debe subrayarse que el veleidoso monstruo de mil cabezas no le perdonó a Octavio Paz su coherencia política, ni su abandono de las simpatías por la izquierda, ni muchas de sus declaraciones, pero fue complaciente con Sabines hasta el punto de que ninguno de sus recitales se vio perturbado por reclamaciones políticas: nadie quemó figura alguna del poeta chiapaneco durante mítines prozapatistas y las consignas en la Cámara de Diputados, para afirmar que “¡los amorosos son del PRD!”, proferidas frente al poeta-diputado, no tuvieron mayor trascendencia que lo meramente circunstancial y anecdótico.
¿Cuestión de simpatía?, ¿de alcances (es decir, que el público midiera la repercusión internacional de Paz y Sabines para ser más benévolo con uno que con otro)? ¿Cuestión de selectividad arbitraria e irracional?, ¿de ver en Sabines a un poeta –al poeta– cuya iluminación lo absolvía de las travesuras de manifestarse como priísta convencido? Tal vez. Fue como si el movimiento intelectual derivado del ’68 hubiera bendecido a Sabines para permitirle surcar los difíciles pantanos de la política sin que su plumaje se manchara con esos lodos, pero también es cierto que Sabines nunca fue hombre de capillas, ni de grupos, ni de revistas, como Octavio Paz, lo cual lo eximió de las miserias de los poetas sociales, que deambulan de presentación en presentación, de conferencia en conferencia y de besamanos en besamanos, con la secreta aspiración de colocarse y dejarse ver, de formar parte de la tribu y sus rituales, dispuestos a enemistarse con las otras tribus y los demás rituales; también es cierto que tampoco ha sido el único escritor asociado con el PRI: basten los nombres de Carlos Pellicer y Andrés Henestrosa para ilustrarlo.
Antes dije que el pri quiso capitalizar el partidismo de Sabines; ahora me atrevo a plantear lo siguiente: aparte de los lectores con que él ya contaba (era, sin duda, un poeta muy reconocido y con mucha influencia literaria en su estado natal), aparte de los vínculos que tenía con algunos lectores e intelectuales del país, y aun sin habérselo propuesto como un programa deliberado, el parentesco del poeta con el exgobernador chiapaneco Juan Sabines, más su filiación priísta, lo ayudaron a divulgar su obra en Chiapas, primer territorio donde fue ampliamente conocido y respetado, para brincar, después, al resto del país. No sugiero que Sabines haya empleado los recursos del partido con fines publicitarios ni que el PRI haya querido invertir en la promoción de un poeta (de hecho, cuando decidió publicarle un libro bajo su sello, Sabines ya era un poeta extraordinariamente popular y reconocido), sino que no le vino de más esa suerte de apoyo adicional que se sumaba a un indudable talento poético: las bondades de dicho apoyo deben medirse sólo en términos de una mayor capacidad de divulgación en tanto que, para bien o para mal, el PRI es un grupo que genera opinión, con espacios y canales para hacerlo.
Que lo afirmado por mí es una muestra insólita de los orígenes de la popularidad de Sabines, se prueba con lo contrario: contar con las ayudas del poder y del partido para lanzarse a la fama, pero sin talento literario, como en el caso del expresidente José López Portillo, cuyos Don Q y demás engendros novelísticos, publicados abusivamente durante su sexenio, languidecieron por montones en las librerías.
La tolerancia mencionada del público, sin embargo, no es sino un efecto posterior de la celebridad original de Sabines, quien primero fue leído; luego, querido; y, finalmente, famoso: así ocurre con los procesos de la fama, pues no hay artista con el que no sea necesario el contacto y la fascinación previa con la obra antes de pasar a interesarse en la persona y la biografía.
(Continuará)
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