ste martes se cumplen 30 años desde que el pueblo argentino iniciaba una larga marcha –que se revelaría incierta y difícil y que no ha concluido– para dejar atrás una dictadura cívico-militar genocida y recrear un sistema político, económico y social que permitiera garantizar los márgenes de libertad y asegurar mayores niveles de equidad. Ese 10 de diciembre de 1983 asumía el presidente Raúl Alfonsín y se iniciaba un aprendizaje colectivo, lleno de esperanzas y frustraciones, luces y sombras, del cual puede hacerse un balance que demuestra que la construcción de una sociedad democrática es un itinerario repleto de tensiones y disputas de intereses, incompatible con la utopía reaccionaria que pregona la armonía y la ausencia de conflictos.
Ese recorrido cívico encontró desde el inicio las mismas resistencias que hoy perduran detrás de ciertas prédicas, lo que llevó a Alfonsín a librar batallas contra tres corporaciones: la militar, la empresarial y la eclesiástica. En casi todos los casos, sus proyectos quedaron truncos o se vio obligado a retroceder, por debilidad propia o por fortaleza de sus enemigos; pero permanecieron planteados frentes de conflicto que a comienzos del nuevo siglo aún permanecían abiertos.
Esos retrocesos y la fuerte ofensiva del gran capital y los organismos internacionales de crédito confluyeron en la hiperinflación de 1989 y el golpe de mercado que derrumbaron al gobierno alfonsinista, instalando las condiciones para la implantación de las reformas pro mercado recetadas en el Consenso de Washington. Comenzó una etapa oscura, en que Argentina fue atendida por sus propios dueños que, invocando una supuesta modernización, reinstauraron el paradigma neoliberal iniciado por la dictadura.
Las luchas populares, que significaron decenas de muertes en el explosivo diciembre de 2001, harían que aquel modelo volara por los aires y se abriera una nueva etapa. El 25 de mayo de 2003, Néstor Kirchner enunciaba un programa de gobierno que pocos creían factible, pero que cumpliría al pie de la letra, haciendo propias las demandas que habían asomado en aquel lejano 1983, sin doblegarse frente al tamaño de adversarios mayúsculos, como cuatro años más tarde lo haría también su compañera. Aún hoy, contra todos los presagios agoreros, Cristina Fernández sigue construyendo fortaleza política con base en iniciativas que corren límites que parecían inmutables. Como se hizo al renegociarse la deuda externa para esterilizar el intervencionismo del FMI, nacionalizarse los fondos de pensión, recuperarse la aerolínea de bandera, garantizarse las negociaciones colectivas de los trabajadores y ampliarse hasta lo impensable los derechos colectivos e individuales.
Hoy, disgustado el establishment corporativo por el avance de esta democracia justiciera, que, aun con objetivos pendientes y demandas insatisfechas, se ha consolidado como la modalidad ineludible para la convivencia social, se hostiga al gobierno con insidias mediáticas, movimientos especulativos y aliento a segmentos residuales del viejo régimen. Es en ese contexto que se exacerban los precios de los artículos de consumo masivo, se retardan las liquidaciones de divisas del agronegocio exportador para deteriorar las reservas y se agitan los reclamos salariales de las fuerzas de seguridad para crear zozobra en la población. Con todo ello se trata de dar credibilidad al clima de supuesto fin de ciclo que se quiere aparentar.
Lejos de aquello, el regreso de Cristina Fernández al pleno ejercicio del gobierno, tras el breve impasse a que le obligó su salud, el relanzamiento proactivo de su gabinete y su renovada energía política, permiten conmemorar estas tres décadas en la plenitud de su protagonismo transformador. Es que, como sucedió también con el mejor Alfonsín y con Néstor Kirchner, las luchas democráticas en Argentina tienen sus momentos más luminosos cuando líderes genuinos sintonizan con las expectativas, las necesidades y las convicciones del pueblo.
*Dirigente socialista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno argentino.