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Des/encuentros
Una porción considerable de la más reciente producción cinematográfica nacional tiene por tema el universo adolescente. Desde Perfume de violetas (Maryse Sistach, 2000), hasta Después de Lucía (Michel Franco, 2012), por sólo mencionar una de las primeras de la gruesa camada junto a una de las más actuales, los ejemplos abundan. En este espacio se ha dado cuenta de buen número de dichas cintas, y se ha hecho mención de lo notable que resulta ese tan acusado interés fílmico por hacer el registro –cada vez más completo, necesariamente– de qué y cómo viven, piensan, sienten, desean, son felices o todo lo contrario, los seres humanos cuando están a caballo entre dos territorios de la existencia que, al menos en teoría, tienen una delimitación más clara.
Neosubgénero
En ese que, sin estirar demasiado las definiciones, bien podría calificar como subgénero cinematográfico al menos en el espectro nacional contemporáneo, destaca por derecho propio el director y guionista capitalino Fernando José Eimbcke Damy, que dentro de ocho días cumplirá cuarenta y tres años de edad. Tras un arranque profesional sólido –tres cortometrajes de ficción y un documental hasta 2001, todos realizados cuando no tenía ni treinta–, Eimbcke debutó en largometraje de ficción con la muy premiada Temporada de patos (2004), y cuatro años más tarde hizo Lake Tahoe (2008), igualmente galardonada.
Club sándwich |
Como sabe quien las vio, el denominador común de dichas cintas es que concentran la mirada y la detienen –dicho esto en términos tanto formales como de argumento– en un punto concreto de la vida común, la de todos los días, intrascendente sólo en apariencia, de uno –Lake Tahoe– o más –Temporada de patos– adolescentes, para mayor definición, de clase media baja y, aunque haya mujeres en derredor o participando en más de un modo, del género masculino.
Tanto en los filmes referidos como en su reciente Club sándwich (2013), Eimbcke recurre a una evidente similitud en el marco temático referencial, pero establece diferencias absolutas al menos en un par de aspectos nodales: si en Temporada… puso el acento en la soledad adolescente derivada de la ausencia no total pero sí efectiva de los adultos, y si en Lake… remachó dicha ausencia con la muerte del padre y la búsqueda de un sustituto simbólico, en Club sándwich da un apretón a la tuerca y una vez más analiza la soledad púber, pero esta vez acompañada por la madre del interfecto.
No es posible hablar aquí, como se ha hecho de otros filmes, de la tozuda incomunicación que puede y suele darse entre adolescentes y adultos, pues hijo y madre –Lucio Giménez Cacho Goded, muy bien, y María Renée Prudencio, soberbia– rebosan de códigos privados, pequeñas complicidades, viejos juegos, entendimientos que no requieren verbalización… todo aquello que lo mismo es base que resultado de la convivencia permanente, los lazos filiales y, para el caso del filme, una suerte de aislamiento voluntario en un hotel casi desierto, al que acuden a pasar las–habituales–vacaciones.
Más bien, lo que muestra la película es el punto preciso de la ruptura de ese pacto tácito entre el hijo que, por simple naturaleza, va dejando de ser quien es, y la madre que, por igualmente simple instinto, presenta resistencias a tal metamorfosis. Eimbcke no se complica y echa mano del recurso más obvio pero, al mismo tiempo, el más efectivo: otra vacacionista solitaria, apenas un par de años mayor que Héctor, el hijo, es el ángel exterminador que habrá de echar de su pequeño paraíso privado a esa pareja que haría las delicias de cualquier freudiano, y es el arribo a la sexualidad compartida de los chavos, con sus torpezas, incipiencias e inexperiencias, el hecho central de una trama que, muy en el ya reconocible estilo del cineasta, no apresura los acontecimientos ni se vuelve loca en términos visuales, de encuadre o de edición.
Desencuentro inevitable de dos que, desde siempre, han sido cómplices, a consecuencia del encuentro de uno de ellos con alguien más, pero al mismo tiempo, y también inevitablemente, desencuentro con la realidad o, mejor dicho, con la costumbre: aquello que uno mismo ha construido, a golpes de reiteración y paciencia, como “lo normal”; aquello que se tiene bajo control y, por lo tanto, brinda la seguridad que conllevan las situaciones estables.
Queda por ver si Eimbcke tiene algo más que añadir a ésta, su variada, compleja, bien escrita, mejor filmada y, en todos los casos, cálida y amorosa trilogía adolescente.
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