a estampa de los toros de Barralva me hizo recordar escenas de la serie La tauromaquia
de Francisco Goya el pintor aragonés. La lucida presencia ausencia de la muerte en la vida. Ideal supremo que acentuaba la complejidad de nuestro paso por el mundo. Disimulo de la marca interna del deseo, expresado en faenas que expulsaban, desplazaban a los toros y sus dobles. Goya reveló un mundo nuevo sacando a luz la España surgida de la fecunda y renovadora entraña del pueblo. Esa raza que no fue la de los conquistadores. Raza que llegó a México, no a colonizar sino a meditar. Españoles vencidos que llegaron a México y se identificaron con los indígenas violados por los conquistadores.
Tres toreros mexicanos triunfadores en Madrid y plazas de España generaron un entradón en la plaza México sin perder el espíritu, la gracia de la raza sufriente e incorporarla de manera viviente en un colorismo desbordado y emotivo salido de su propia entraña, carne de pueblo que llevaban en el alma con soberana inspiración.
Los toros con un trapío irreprochable siguieron el ritmo de la temporada: débiles, distraídos, etcétera. La excepción fueron el primero y el sexto de la lidia ordinaria emotivos, fieros que literalmente se comían la muleta, en especial el sexto que literalmente planeaba y en el que se encandiló de torear Diego Silveti al grado que después de un pinchazo se lo pasó en una tanda de pases naturales chipén que se habían bloqueado en la espectacular faena. Un triunfo apoteósico terminó en protestas de los más exigentes. Pese a que sus faenas no fueron sensacionales, la pureza del quehacer torero de Arturo Saldivar convenció a los cabales. Tarde triunfal del toreo mexicano incluidos toros y toreros y la afición que respondió al cartel de esta emotiva corrida que terminó con la salida a hombros de Joselito Adame que milagrosamente salió vivo del coso después de la aparatosa y dramática cogida que sufrió en el primer toro de la tarde.