a Puebla culta rindió honor a su hijo Héctor Azar. Gramática gesticular, poesía teatral, palabras habladas y escritas, actuadas y sentidas, atrapan la vida de la provincia poblana y tlaxcalteca. Cuentos y relatos, cajas de carcajadas y retablos burlescos, desfile de maneras de ser. El morir y no morir entre lo que se vive y se dice que impide toda representación mental de alguien que se transforma en fantasma en que la descripción más grosera conviva con el pensamiento más noble, lo alto y lo bajuno se comuniquen entre rezos y fajes, curas y suripantas, iglesias y masturbaciones maniacas con fondo musical de rosarios, albures sazonados con botanas y dos equis, adobadas con caldos de camarón, picadillo de iguana, chorizo verde, mole poblano
y pellizcadas de moronga asidrada, rechupete (collar en que el cuello que no se despega) rebajado con mascadas bajo las palabras y las natas de Chipilo.
Palabras habladas y secretas de Héctor Azar de negra melancolía, sopor intenso de mármol oscuro, promesa de dulce y dolor, úlcera roja de chile en nogada nacionalista, no tocable con la mano, sorteador de vegetación en que el aire se llena de colores naranjas, rojos, negros y algunos verdes, para contrastar con el Popo y el Izta en gran círculo de fuego naranja y oro con olor a sacristía y perfume de la tierra por la mañana. Piel de fina seda tensa y pechos rebosantes de sol campirano, delicadeza de cosa animada, juego dúctil de armoniosos relatos que se distienden y encogen. Vibraciones llenas de luz, expresividad provinciana, tan dentro de nosotros que no la volvemos palabra, por miedo a perderla. Duelo que es erotomanía, ansia de ternura, que repentinamente invade, acecha, tendida a su manera en la propia melancolía del valle donde se asienta el vientecillo de media tarde que encontró al padre Motolinía en las piedras lilas del convento, los trigos, ahora pachacates, y moradores del Valle.
Soledad provinciana de azar, romances al crepúsculo que repiten la calle en que se vive, la barriada que alberga la canción maternal que arrulló; Alabando en cada instante y momento al Santísimo Sacramento del Altar, olor a confesionario, col y ajo, para contener los apetitos concupiscentes. Vuelo verdadero no altura sino hondura, captados en toda su fuerza. Experiencia inmediata, cimiento vacío de historia nuestra, punto de referencia en el mundo que pese a lo repetitivo de autores, le da a Azar el punto original, diferenciado, talento en grabación sobre la naturaleza más honda, huella de emoción más primitiva. Vivir infantil e irreflexivo y paciente que llegó hasta la profundidad misma de lo insondable.
Ese insondable ser de Héctor Azar, relatos que abren y exponen una autobiografía disfrazada de un mundo infantil de rezos y mujeres que escondían un mundo erótico lleno de misterios profundamente religiosos, trascendentes y sublimadores, temeroso de dejarse ir por el abismo de la carne que estremecida era exorcizada de diablos y suripantas.
Conjuros hechos a base de piedras y granizos, vientos sopladores y ululantes y cintilar de luces del pueblo en medio de oscuridad, animada por el viento encantado. Sensación incorruptible de armonía sin límites. Hombres y mujeres que conjugan turnos melodiosos. Cadencia sin par de la pluma maestra pero misteriosa de Héctor Azar y sus personajes. Estructura interna que resuena de modo tan embriagador y tan preciso que parece que hablara un idioma desconocido en su significación pero realzado por la elocuencia de un acento de ritmo provinciano fresco como viento de media tarde.