urió Mario Ojeda, y con él se fue una idea de El Colegio de México que pertenecía a otros tiempos, pero que él defendió en forma cada vez más íntima, como si se tratara de una batalla inconfesable. Era la suya una institución austera, en la que no cabían las asesorías ni el periodismo; el tiempo completo significaba exactamente eso: un tiempo completo de dedicación exclusiva, y las causas políticas de los investigadores eran actividades extracurriculares, si acaso.
La durabilidad de esta idea era una empresa de entrada difícil, si no es que imposible. El colegio no podía mantenerse ajeno a las transformaciones del país, a los cambios en su propia demografía; no obstante, Mario Ojeda habrá de perdurar en la huella que dejó en la institución, en sus estudiantes, en sus colegas, en la comprensión de la política exterior mexicana y de las relaciones con Estados Unidos.
Su legado es diverso: como maestro, investigador y miembro de una institución en la que ocupó diferentes posiciones de autoridad, su comportamiento fue ejemplar, y con eso lo que quiero decir es que Mario Ojeda fijó estándares; sus hechos y sus dichos han sido una referencia en la vida de El Colegio de México. Creo que sabedor de su impacto sobre estudiantes y colegas, ejercía con seriedad y no sin ironía su papel; respetaba con escrúpulo las reglas implícitas de la vida en una comunidad académica, muy semejante a otras, pero con sus peculiaridades, no siempre ejemplares. Le gustaba aligerar el peso de su mirada crítica con bromas y coplas, juguetonas sólo en apariencia.
Mario Ojeda fue para mí, primero, un gran maestro que me introdujo a los estudios profesionales con una envidiable soltura pedagógica. Me enseñó a leer a los clásicos de la materia, al autor clave del realismo, Hans Morgenthau, autor de Poder entre las naciones, que explicado por Ojeda tuvo para mí, como para muchos más, un largo alcance formativo. Pocos han hecho más que él por cultivar las relaciones y los intercambios entre académicos mexicanos y estadunidenses. Muchos fueron los seminarios, las reuniones binacionales, los programas de cooperación que promovió y los estudios que propició con el fin de que hubiera un mejor conocimiento en México de Estados Unidos y viceversa. Mario Ojeda fue un pionero de esa tarea, y desbrozó el camino para los especialistas en esos temas, que hoy forman legión.
De su obra como investigador destacan dos aportaciones originales que hicieron escuela y que han alimentado el estudio y la discusión de la política exterior mexicana. En su libro clásico, Alcances y límites de la política exterior de México, desarrolló la idea de que después de la Segunda Guerra Mundial México y Estados Unidos llegaron a un acuerdo para discrepar: México podía disentir de Estados Unidos en aquello que le fuera fundamental, aunque para este último fuera importante, mas no fundamental. A cambio de lo cual, México apoyaría a ese país en lo que le fuera fundamental a Estados Unidos, aunque importante para México, mas no fundamental. A partir de esta regla se explica la relativa tolerancia de los sucesivos gobiernos estadunidenses a una política exterior mexicana que no se alineaba forzosamente con Washington, y que veía en la independencia de sus posturas en el exterior la defensa de la soberanía nacional. Una especie de gaullismo à la mexicaine.
La segunda aportación de Ojeda fue la tesis de que el presidente Luis Echeverría había puesto en pie una política exterior activa, que rompía con la tradición. Discutible si se quiere, esta tesis explica una política que fue provocativa y polémica, cuyo objetivo fundamental era, según Ojeda, más que satisfacer a la izquierda –como otros autores sostienen– darle nuevo vigor al sistema político y devolverle a los regímenes revolucionarios parte de su antigua imagen progresista
. México, el surgimiento de una política exterior activa, desarrolla esta tesis, cuya importancia reside en la diferenciación que establece entre el carácter esencialmente reactivo de la política exterior hasta antes de 1970, y el impulso propositivo de la diplomacia echeverrista.
Dicen que para trascender hay que tener un hijo, escribir un libro y sembrar un árbol. Yo no sé si Mario Ojeda sembró un árbol; pero sé que tuvo cuatro hijos, varios nietos que eran su felicidad, que escribió libros que hay que seguir leyendo y que formó a muchas generaciones de internacionalistas que estaremos –al igual que sus colegas– siempre en deuda con él.