l presidente del grupo Amistad México-Canadá e integrante de la Cámara de los Comunes de este último país, Bernard Trottier, señaló ayer, en el cierre de la 19 reunión interparlamentaria binacional, que es responsabilidad del Congreso mexicano generar leyes que propicien una mejor operación de las compañías mineras extranjeras en el territorio nacional. Asimismo, el político señaló que en su país esas empresas respetan el medio ambiente, las tradiciones y culturas de las poblaciones donde se encuentran asentadas, y aportan significativas cantidades de recursos al erario.
Estas declaraciones equivalen a un rechazo del legislativo canadiense, en voz de uno de sus integrantes, a la propuesta de sus contrapartes mexicanas de endurecer los controles administrativos sobre las compañías mineras originarias de Canadá, cuyo desempeño aquí resulta completamente opuesto al descrito por Trottier: en efecto, las empresas de ese tipo que operan en México, y las canadienses en particular –First Majestic Silver, Fortuna Silver Mines, Continuum Resources, Timmis Gold, Starcore International Mines, Aurico Gold y Agnico-Eagle Mines, entre otras–, han sido objeto de múltiples y documentadas denuncias por atentar contra los derechos sociales, culturales y ambientales de los entornos en que se asientan, por violentar sistemáticamente los derechos de sus trabajadores y por gozar de desmesurados beneficios fiscales y de condiciones mucho más ventajosas que las que obtienen en sus países de origen.
Esas prácticas y privilegios se traducen en un manto de impunidad y en una capacidad indebida de presión y de chantaje sobre las autoridades nacionales. Debe recordarse que, en el marco de las negociaciones de la reforma fiscal recientemente aprobada, las mineras canadienses amenazaron con abandonar el país en caso de que se diera luz verde a la creación de un impuesto especial a las utilidades de la explotación.
Con ese telón de fondo, es evidente que las autoridades y las instancias legislativas de nuestro país tienen una responsabilidad principal, por acción y por omisión, en la configuración del poder fáctico e indebido que detentan las mineras, y que resulta impostergable, en consecuencia, revisar el marco legal que ha hecho posible la entrega de millones de hectáreas del territorio nacional a cambio de casi nada, a los intereses depredadores de esas empresas y establecer mecanismos para regular y sancionar las malas prácticas en que suelen incurrir.
La postura del funcionario canadiense podría ser vista como un llamado al Legislativo y al Estado mexicano en general para que ejerza la soberanía que le corresponde sobre esa enorme fuente de riqueza, y sería, en ese sentido, irreprochable. Sin embargo, un elemento de contexto ineludible son las revelaciones sobre el espionaje que la Agencia de Seguridad en Comunicación de Canadá ha venido realizando hacia el Ministerio de Minas y Energía de Brasil, información que suscitó un desencuentro diplomático entre ambos países y que exhibió a Ottawa como un gobierno que busca información confidencial que permita a sus corporaciones mineras operar en condiciones ventajosas en los países donde tienen intereses.
Tal precedente hace que surjan sospechas sobre si el espionaje canadiense ha venido aplicándose también en contra de las dependencias encargadas de regular la actividad minera en México, y si las injustificables ventajas de que gozan aquí las trasnacionales de ese país no son, al menos en parte, resultado de una labor semejante.
Si esas sospechas se confirmaran, la afirmación de que México debe asumir toda la responsabilidad por el desempeño de las mineras canadienses en su territorio no sería más que un mero acto de simulación e hipocresía. Como quiera, es urgente que el Estado mexicano recupere cuanto antes el terreno perdido frente a esas corporaciones y que refuerce las regulaciones sobre un sector que, a diferencia de lo que ocurre en otros países, en México es sinónimo de saqueo y devastación.