a muerte de Joaquín Hernández Galicia, La Quina, acaecida en la madrugada de ayer, se da en el contexto de la privatización de la industria petrolera que intenta realizar el gobierno de Enrique Peña Nieto, por lo cual es pertinente reflexionar sobre el significado del hoy extinto cacique sindical, creado y destruido por el mismo régimen político.
Entre 1962 y 1989 Hernández Galicia fue heredero, perpetuador, perfeccionador y beneficiario del charrismo sindical impulsado en el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) por el gobierno de Miguel Alemán. Durante 27 años mantuvo un férreo control de ese organismo gremial mediante el reparto de favores y el tejido de complicidades, pero también por medio de la intimidación, la fuerza, el secuestro y, de acuerdo con diversas informaciones, el homicidio de disidentes sindicales. Convertido en un Estado dentro del Estado, durante los sexenios de Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo y Miguel de la Madrid, el STPRM recibió, con discrecionalidad y opacidad absolutas, recursos incalculables de la paraestatal, es decir, de la nación. A cambio, La Quina y su camarilla fungieron como incondicionales capataces políticos del presidencialismo priísta.
Sería reduccionista y cándido interpretar la caída de Hernández Galicia –detenido, encarcelado, imputado y sentenciado por consigna del gobierno de Carlos Salinas en 1989– a una mera enemistad personal, a un supuesto propósito del líder de oponerse políticamente al Presidente o a una voluntad de éste de combatir la corrupción sindical que La Quina emblematizaba Mayor había sido, inicialmente, la animadversión entre el cacique de Puerto Madero y De la Madrid, y ambos terminaron por entenderse. En cuanto al saneamiento del STPRM que habría podido esperarse tras la captura de su principal dirigente, el propio Salinas impuso en su lugar a Sebastián Guzmán Cabrera, bajo cuyas gestiones se mantuvieron incólumes el autoritarismo, la antidemocracia, la corrupción y la supeditación incondicional al Presidente de la República, características que permanecen en esa organización, que desde 1996 se encuentra bajo el control de Carlos Romero Deschamps.
La caída de La Quina puede explicarse, más bien, como consecuencia de la imposición de un modelo económico, el neoliberalismo, que necesitaba centralizar el manejo de la corrupción y transferirla de la organización sindical a la dirección de la empresa. Es significativo, a este respecto, que el manejo gerencial de Petróleos Mexicanos (Pemex) hoy día, con la fragmentación de la paraestatal en varias divisiones y la conformación de entidades en el extranjero, no sea menos opaco que el trasiego de recursos que tenían y siguen teniendo lugar entre la empresa y el STPRM.
Vistas las cosas en perspectiva, por otra parte, el enorme poder del sindicato petrolero habría sido un obstáculo –acaso no insalvable, pero sí considerable– para la paulatina apertura de la industria petrolera a empresas privadas, nacionales y extranjeras, que ha tenido lugar, a contrapelo de la Constitución, desde el sexenio de Salinas hasta el presente. Hoy, el charrismo que domina a la organización gremial, ha llegado hasta el punto de apoyar sin reservas el intento de privatización de la industria petrolera emprendido por el actual gobierno, el cual pasa necesariamente por la reducción progresiva de Pemex hasta convertir a la paraestatal en una oficina otorgadora de contratos y concesiones. En esa perspectiva puede entenderse que hace cosa de un mes Romero Deschamps haya convenido con el director de la paraestatal, Emilio Lozoya Austin, una significativa reducción de la planta laboral sindicalizada (La Jornada, 14/10/2013, p. 5).
En suma, con el deceso de Hernández Galicia, desaparece el último vestigio de una forma de control sindical y político que había terminado por convertirse en un estorbo para los grandes capitales que han venido desplazando a las organizaciones sectoriales corporativas como beneficiarias de la conversión de lo público en privado.