Mariinsky, un trozo de historia
na espléndida temporada fue lo que presentó en el monumental Auditorio Nacional el Ballet Mariinsky (antes Kirov) del 17 al 19 de octubre con El corsario, una de las obras de más arraigadas en la programación de las grandes compañías, y del 20 al 22 con tres obras maestras claves en la historia del ballet mundial: Las sílfides, Pretrouchka y Scherezade.
Sin duda, esta selección harto atinada proporciona al público mexicano una clarísima visión de la historia del ballet clásico, pues las obras seleccionadas son piezas claves en la evolución y cambios sustanciales de la técnica y conceptos de la danza que talentos geniales, como el de Fokine, aportaron.
El corsario, Las sílfides, Petruochka y Scherezade reúnen genios de la música, como Chopin y Igor Stravinsky, esencialmente, sin dejar de lado la obra de pintores y diseñadores, como Alexander Benois y Roerich y muchos más que durante algunos años colaboraron con gente excepcional que supo reunir y hacer producir el célebre empresario Sergei de Diaghilew.
Es un cuento de hadas el ballet a principios del siglo XX: el mundo y la danza cambiaron; ballets cobijados bajo este ambiente marcaron rutas y posibilidades que al presente, imperceptiblemente a veces, van transformando el lenguaje del movimiento y la asombrosa capacidad del dominio técnico del cuerpo y su expresividad.
Es por eso que esta programación ha resultado importante y maravillosa para los que amamos la danza. Son boccato di cardinale que difícilmente se ven en los escenarios mexicanos.
El nivel técnico de la pléyade de jóvenes bailarines de la compañía del Teatro Mariinsky es extraordinario. También han aprendido a expresar.
En Las sílfides se destila la suma, el elixir de años de tradición y perfeccionamiento, la exquisita sutileza de la magia de criaturas etéreas, sin peso, flotando con la delicadeza de la más pura belleza; la calma, el refinamiento del espíritu femenino; la magia de una fuerza superior, más allá de las pasiones humanas en la maravillosa levitación del espíritu que jóvenes extraordinarias han logrado con años de sudor y esfuerzo por medio de la solidez de una escuela, un programa diseñado con sabiduría refinanda cada día, cada año, indefinidamente.
La pieza del genial maestro Michael Fokine revela el centro de la diferencia; traducir con el cuerpo su técnica e ideas, algo intangible, más allá de lo humano, logrando con brazos, piernas, cuellos, torsos... un movimiento general preciso, exacto, sin error, para crear una atmósfera que eleva y redime ante la belleza extraordinaria de la magia del arte verdadero, lo divino.
Quiero decir que Las sílfides de esta compañía nos llevó a una meta que nunca creímos alcanzar: esa comunión con la obra, esa unidad en que cada una de las chicas son todas y una sola, moviéndose al unísono, perfectamente claras del sentido del estilo y la actitud de estas criaturas fantásticas. Podemos decir que hemos conocido las sílfides gracias a esta compañía extraordinaria.
Todos, atónitos, vivimos ese milagro que nos invadió el alma, los sentidos, el corazón. Al terminar la obra, estupefactos, luego de unos segundos, tronó la ovación y el entusiasmo de un público receptor y sensible conocedor de lo que había recibido.
Petrouchka, de Stravinsky y Fokine también, nos reveló la fuente inagotable del genio musical y coreográfico, su capacidad de crear y recrear, resumir sonidos y formas que cuentan un drama humano, como el amor frustrado del muñeco por la bailarina que le roba un moro, feo y vulgar.
Aun sin la riqueza de movimientos de Las Sílfides y de Scherezade, el drama tuvo impacto emocional. Vestuario y decorados transportaron a ese trozo de historia, ese arduo recorrido de las gentes de danza.
Scherezade, cuento de hadas fantástico, en el que las esclavas del amor del poderoso viven rodeadas de joyas y lujos, pero con ansia de libertad. Aprovechan la ausencia del amo para divertirse y amar a los apuestos esclavos. Scherezade, favorita del sultán, se enfrenta al esclavo de oro, en pas de deux. Fokine revela una vez más su inagotable creatividad. Con la música violenta y dulcísima de Nicolai Rimsky Korsakov, mueve los cuerpos sensibles e inteligentes de bailarines extraordinarios, herederos de un pueblo que no desperdicia.
En El corsario parece como si Joseph Mazellier y la mezcla de varios compositores hubieran dispersado la unidad de la idea y la gramática corporal de los conjuntos, la movilidad parece atorada, no fluyen como podría esperarse, con todo y el lujo de una producción abundante y bailarines de gran calidad, problema que parece haber sido detectado en el montaje desde su estreno, en 1856.
Éxito arrollador. El público aplaudió hasta el cansancio. Triunfo sonoro para Arcelia de la Peña y sus socios. Felicidades a todos.