uego de su notable opera prima Quemar las naves (2007), Francisco Franco, experimentado y exitoso director teatral, incursiona nuevamente en el cine y dirige, con un guión propio y de María Renée Prudencio, Tercera llamada, y en coproducción con la UNAM y el CUEC, una película que en un inicio debía llamarse Calígula, probablemente, aludiendo a la adaptación de la obra Calígula, de Albert Camus, uno de los montajes predilectos del realizador.
El tema de la nueva cinta es justamente las peripecias, sinsabores y desencuentros que vive Isa (Karina Gidi), una directora de teatro universitario al decidir de pronto, y a cuatro semanas del estreno de Calígula, cambiar completamente la propuesta inicial de la obra. Del arriesgado montaje que pretendía equiparar la figura del emperador romano a la del Duce Benito Mussolini, con una escenografía plagada de monumentales hombres desnudos, inspirados en las esculturas de Arno Breker, y una investigación por Internet sobre la Italia fascista, la directora pasa a una concepción más fiel a las intenciones de Camus que ve en Calígula a un hombre sanguinario y poderoso, desprovisto de protección alguna frente a la amenaza de su propia muerte. El cambio súbito desconcierta a la productora, a los patrocinadores franceses, a los encargados de escenografía y vestuario, a técnicos y líderes sindicales, y sobre todo a los actores y actrices, quienes no aciertan a comprender las nuevas intenciones de la directora.
Este asunto sencillo –básico
diría el petulante actor (Jorge Poza), primera elección para el papel de Calígula– es el pretexto para una maliciosa sátira sobre el quehacer teatral, con sus intrigas internas, sus fobias y sus rivalidades, su narcisismo y sus lacerantes dudas, visto todo tras bambalinas y visiblemente disfrutado por los actores de la cinta como un espejo, a veces fiel, en ocasiones deformante, de su propio oficio, pues la mayoría de ellos tiene una sólida formación teatral. Un primer olfato comercial procura el magnetismo fácil de los arquetipos ligados a comediantes muy populares: la autoridad moral (Fernando Luján), la diva intrigante (Rebeca Jones), la vestuarista azotada (Cecilia Suárez), el sabio actor desmemoriado (Ricardo Blume), el chambista (Moisés Arizmendi), la delegada sindical (Silvia Pinal), la promesa escénica (Irene Azuela) y la directora sagaz y a la vez confundida (Karina Gidi), entre otros actores de gran solvencia profesional.
La comedia de enredos se desarrolla con momentos afortunados (el refrescante talento cómico de Mariana Treviño como asistente lunática; los parlamentos ácidos de Anabel Ferreira, la productora) y otros un tanto reiterativos e insustanciales (los reclamos mudos del marido de la directora, la insistente caricaturización de los chavos emos o los embates lujuriosos de la Suárez con un tramoyista ex-stripper).
Francisco Franco muestra una sorprendente destreza narrativa que le permite ligar y dosificar muy bien los momentos de farsa y las escasas situaciones dramáticas, sin que estas últimas naufraguen en lo abiertamente sentimental. En todo este esfuerzo hay una intención más sólida aún, que rebasa el posible cálculo comercial, y es el evidente deseo de rendir un tributo, desde el cine, a todo el quehacer teatral.
El director transmite su entusiasmo inspirándose posiblemente en los homenajes que algunos realizadores europeos han dedicado a su propio oficio, particularmente Truffaut en La noche americana (1973), pero también Fellini en Ocho y medio (1963), con una mirada mordaz y también enternecida a las vidas privadas de las figuras públicas y a su carga de anécdotas, ocurrencias y desvaríos fuera y dentro de la gran escena.
Sin la complejidad reflexiva del realizador italiano ni el lirismo desbordado del francés, Francisco Franco consigue sin embargo un tono emotivo justo, particularmente en el estupendo epílogo de la película. Su propósito aparente no es aludir de modo alguno a los directores mencionados ni tampoco rivalizar con las maneras eficaces con que el cine estadunidense ha sabido dar nueva vida en la pantalla al fenómeno teatral. Lo suyo es, después de todo, una comedia ligera con tintes satíricos y no un drama existencial, y lo que subsiste en definitiva es el empeño por hacer un trabajo serio y proponer una reflexión sobre las dificultades de la creación escénica.
Franco cuenta para dar mayor sustancia a las ideas dispersas y a un primer desorden entusiasta, con el profesionalismo de dos grandes actrices, Irene Azuela y Karina Gidi, ambas con una gran capacidad para sugerir un conflicto moral convincente. El resto es una divertida farsa, tan dispareja y ocurrente como suelen serlo las múltiples historias sobre el oficio más engañoso del mundo.
Tercera llamada se exhibe en salas Cinépolis y Cinemex y en la sala Julio Bracho del Centro Cultural Universitario.
Twitter: @CarlosBonfil1