l oficialismo en pleno se ha lanzado, con todo su endeble bagaje político, a la privatización energética revestida de modernismo. El anuncio de la cesión al extranjero de una buena tajada de la renta petrolera se llevó a cabo desde Los Pinos. Después de este gran salto al vacío el futuro de la nación será, con amplio margen de seguridad, una aventura de nulo beneficio para las mayorías. Y lo será desde diferentes órdenes de considerandos. El más profundo consiste en trastocar, con notoria frivolidad interesada, el principal sustento jurídico del orgullo y la independencia nacional: la riqueza petrolera resguardada por el artículo 27 constitucional. Las muchas consecuencias derivadas de tal modificación, considerada por algunos como un paso valiente, no se resentirán de inmediato pero deformarán, aún más, el ya de por sí torcido desarrollo general del país. Tal deformación agudizará la desigualdad que hoy se considera como el meollo mismo del problema social.
Los cálculos que se han hecho en las cúspides para la venta de garaje son por demás pedestres y saturados de mezquinos intereses personales y de grupo. El componente ideológico, de colonizada fe neoliberal, juega también un papel estelar en el proceso de entrega ya en curso. El negocio previsto desde las sedes de los poderes centrales para dar una tarascada mayúscula (con seguridad mayor a 50 por ciento de los rendimientos entrevistos) a la renta petrolera ofusca muchas ambiciones locales, ya de por sí enajenadas. Toda la cadena energética entrará a la subasta: exploración, extracción, refinación, distribución y la logística de transporte y almacenaje completa serán puestos en la charola de los vendedores. Las energías alternativas engrosarán los ya avanzados enclaves externos. También se irá, como pilón, toda la mayor parte de la generación y hasta puede que la trasmisión de la electricidad. Es decir, el espectro completo del sector energético, impulsor básico de la fábrica del país y con incidencia en otros vitales aspectos de la vida organizada. La extranjerización del sistema bancario y financiero será recordada, de aquí en adelante, como un asunto de menores consecuencias soberanas. Total, la misma soberanía es un concepto vetusto y torpe, como siempre presumen los tecnócratas. ¿Qué tiene de malo que inversionistas de fuera se hagan cargo de la energía, la banca, los alimentos o los ferrocarriles, minas y un largo etcétera? Ellos lo hacen mejor, se lo merecen por sus arrojados capitales y tecnología, dirá el enorme coro de apoyadores. ¡Bravo, señor Presidente, ahora es cuando! Hay que hacerlo cuando se tiene la mayoría legislativa, escriben alborozados, sin recato alguno, los abundantes columneros orgánicos.
Las posibles reacciones de esa gran parte de los mexicanos que no están de acuerdo con la enajenación de la industria energética se han menospreciado. Unas cuantas manifestaciones poco o nada cambiarán, aseguran con sorna de catrines citadinos. Llegó por fin la hora de la revancha panista. Las premoniciones adelantadas por algunos personeros de la izquierda agitando siempre al México bronco son ¡simples bufonadas!, concluyen. Mientras, las campañas de convencimiento de las legítimas bondades futuras están difundiéndose a plena intensidad. ¡No se privatizará ni un solo tornillo de Pemex! Tampoco se subastará en los mercados parte del capital de la CFE o de Pemex, se desgrana desde las alturas. Como si el meollo fuera una cuestión de interpretaciones semánticas del término privatizar. A los contratos de riesgo ahora se les llaman de utilidades compartidas. ¿Qué comparten?, se oye por aquí y por allá, y los enterados arguyen, se compartirán los riesgos, no más. Nada dicen del reparto por los hallazgos, por la extracción, por la refinación o el transporte y la generación eléctrica. De eso no hablan, nada dicen, todo lo disfrazan diciendo que el crudo, la electricidad y el gas quedarán bajo el control y propiedad de la CFE y de la nación. Como si alguien quisiera llevarse las utilidades convertidas en paquetes de luz o en bidones de gasolinas en vez del contante y las reservas registradas en sus balances.
Cambiar la Constitución, en particular su artículo 27, es un paso necesario, alegan concitando al general Cárdenas para justificar la osadía. No se arrancará la piel a nadie, se dice como novedad periodística. No se desgarrará la nacionalidad o la soberanía con tales cambios. No hay que ser un guadalupano constituyente que todo lo convierte en religiosa negativa. No, señores sabios de la academia, en efecto, no será el simple hecho de modificar el lenguaje constitucional lo que afecte el progreso, la modernidad. Lo que lo hará será la entrega real de la industria energética al extranjero para repartir, entre algunos pocos, la renta petrolera lo que agrandará la pobreza. Lo que se quiere evitar al oponerse a los cambios de la ley básica es preservar, en manos propias, la riqueza del subsuelo, esa materia prima tan ambicionada por moros y cristianos de dentro y fuera. Lo que se quiere es dejar el sector para que la inteligencia, el capital e imaginación de los mexicanos la usufructúen y agranden.
La premisa básica para abrir el sector al capital extranjero se agota en el aumento de la extracción de crudo y gas. Algo, por cierto, arto inconveniente. Quienes lo están solicitando aumentar son los agentes de la especulación, los refinadores externos y, de manera absurda, los funcionarios y políticos locales. Estos personajes no quieren obligarse a castigar a todos los evasores, que son muchos y bien conocidos para engrosar la hacienda pública. Se quiere, también, exportar más crudo para seguir importando hasta lo superfluo a costa del desarme de la planta productiva propia. Para eso, y otros negocios laterales de ciertos particulares, se quiere expandir la extracción de crudo. Lo cierto de todo este enredo energético, de aprobarse como se pretende, es trasferir más riqueza al capital privado y agrandar la enorme tajada que ya se lleva del ingreso nacional (PIB). Continuar la acumulación y, con ella, aumentar la ostentosa desigualdad con su cauda de pobreza y marginalidad será la inevitable consecuencia de esta irresponsable reforma.