l presidente del Partido Acción Nacional, Gustavo Madero, señaló ayer que hay condiciones para aprobar una reforma energética en los próximos meses, concretamente a partir del primero de septiembre. Por su parte, el presidente del Senado, Ernesto Cordero, dijo que los legisladores del blanquiazul están dispuestos a modificar la Constitución y hacer una reforma de verdad en el sector energético
y ofreció su respaldo absoluto a una reforma energética de fondo, no cosmética
. Tales declaraciones ocurren con el telón de fondo de las recientes declaraciones de Enrique Peña Nieto –formuladas en el extranjero a medios como The Wall Street Journal y Financial Times– en el sentido de que existe ya un acuerdo, en el marco del llamado Pacto por México, para liberalizar
la industria petrolera y permitir la participación de empresas privadas en actividades que la Constitución considera exclusivas de la nación.
Es significativo que entre los primeros que salen en respaldo a los señalamientos presidenciales se encuentren los representantes de las dos facciones que se disputan hoy por hoy el control del PAN, pues ello deja ver el decidido afán de ese partido por legitimar un nuevo intento de trastocar el carácter público de la industria nacional de los hidrocarburos. Visto en perspectiva, el alineamiento del blanquiazul a la reforma energética del gobierno peñista resulta lógico, en la medida en que ese plan retomaría en lo esencial el proyecto presentado por la pasada administración en abril de 2008. Y es de suponer que el respaldo del binomio PRI-PAN a una iniciativa como la comentada –aunado al apoyo de partidos como el Verde Ecologista y Nueva Alianza– permitiría que ésta contara con los votos suficientes para ser aprobada.
No obstante, tales promotores podrían estar incurriendo en un error de cálculo si consideran que la factibilidad legislativa de la reforma energética equivale en automático a su viabilidad política, sobre todo si se toma en cuenta la postura expresada hace cinco años por la mayoría de la sociedad frente al intento privatizador emprendido por el calderonismo. Más allá de la oposición de liderazgos y de partidos políticos, si algo quedó demostrado hace un lustro fue la existencia de una amplia postura social contraria a la privatización energética, en general, y petrolera, en particular: esa postura se expresó durante las movilizaciones populares realizadas en respuesta a la convocatoria de Andrés Manuel López Obrador y forzaron a que hubiera un amplio debate en el Senado, en el curso del cual los argumentos privatizadores fueron sistemáticamente neutralizados y desmentidos por numerosos expertos. Asimismo, aquellas expresiones de protesta –entre las que destacaron las de los contingentes de mujeres que se bautizaron a sí mismas como Adelitas– obligaron a efectuar una consulta nacional que ratificó, por abrumadora mayoría, el respaldo de la población al estatuto nacional de la industria petrolera.
Volviendo al presente, ha de tomarse nota de la súbita e inopinada radicalización verbal de la dirigencia perredista, la cual pasa sin solución de continuidad de la adhesión acrítica al Pacto por México –que es, a fin de cuentas, el paraguas político de las reformas peñistas, incluida la energética– al anuncio de que el partido del sol azteca participará en las movilizaciones en contra de la pretendida privatización de la industria petrolera.
Antes incluso de anunciar y presumir mayorías legislativas y consensos partidistas, los promotores de la privatización harían bien en tomar el pulso de la sociedad sobre un tema que en 2008 concluyó con la derrota de la iniciativa sobre el petróleo presentada por el panismo, entonces gobernante.
Queda la incógnita de si, de cinco años a la fecha, las preferencias y posturas de la ciudadanía han dado un viraje en torno a ese asunto o, por el contrario, la mayoría de la población aún piensa que la exploración, la extracción y la explotación del crudo deben seguir exclusivamente en manos de la nación. De ser ese el caso, el empeño por transferir parte del negocio de los hidrocarburos y de la renta petrolera a intereses privados conllevaría un peligroso desconocimiento del pacto social –el cual se expresa, en última instancia, en el texto constitucional vigente–, que podría desembocar en una nueva crisis de representatividad y en fracturas nacionales a todas luces indeseables.