uchos años han pasado desde aquellos en los que se consideraba que los museos eran los lugares de las musas. Corrían los días del siglo XVIII cuando los viejos gabinetes de antigüedades se fueron abriendo a curiosos e interesados, y por los pasillos y salones apretujados de objetos, los documentos, libros raros y piezas de lejanas geografías despertaban exclamaciones de admiración y desconcierto.
Hoy los museos siguen teniendo el poder de la sorpresa que desencadena preguntas. Como diría Simon Schamma: los objetos que se despliegan en ellos más que duplicar la cotidianeidad del mundo conocido, la sustituyen con una realidad propia
. En sus espacios tenemos revelaciones a cada paso. Además de regalarnos información a manos llenas, generan nuevas miradas porque nos invitan a verlas de forma teatralizada. Los museos son la puesta en escena de la belleza.
Ese es el caso del Museo de Arte Popular, en el centro de la ciudad de México. Allí, desde que uno cruza el umbral del hermoso edificio art déco diseñado por Guillermo Zárraga y Alberto Mendiola y que abrió originalmente sus puertas en 1928 para ser usado como Inspección General de Policía y Cuartel de Bomberos, uno advierte en la piel que se despiertan los sentidos. Restaurado por Teodoro González de León y concebido por María Teresa Pomar, Cristina Payán y Sol Rubín, el museo nos invita a conocer la sabiduría y la sensualidad de los hombres y mujeres de México.
Desde que abrió sus puertas en 2006 la innovadora gestión de Walter Boelsterly y Luis Haza es ejemplar. Más de un millón de personas hemos sentido la fuerza y la luz del arte expuesto allí para nosotros buscando asegurar la difusión masiva de los valores del arte popular mexicano; para salvaguardar técnicas, oficios y objetos de nuestro pasado (y de nuestro presente, si recordamos los masivos desfiles de alebrijes que, como producto de un concurso, reúne cada año ya a varios millones de personas en lo que es quizá la celebración callejera del arte popular más grande del universo); para lograr que los artesanos, niños y todo aquel que lo desee participen en talleres sobre las técnicas del arte popular; para rescatar y conservar las fuentes primarias de productos utilizados en las artesanías; y para dar a conocer, también, la enorme grandeza de la biodiversidad del país y sus usos en la elaboración de estas piezas del arte.
Lo aseguro. Al entrar y caminar por sus recintos uno siente como si caminara por las páginas de un libro. A través de sus salas nos sumergimos en un viaje del que siempre salimos renovados, con mayor conocimiento y con la creatividad motivada.
En el Museo de Arte Popular todo es diálogo. Diálogo entre el visitante y los creadores de las piezas porque aquí, como en los museos de arte, los objetos tienen nombre y apellido: están hechos por manos y sentidos que vivieron y viven en nuestra geografía. Al pasear por sus salas uno se interroga preguntando a las piezas. La imaginación se carga aquí de sensibilidad.
El diálogo entre un nosotros está aquí asegurado. Recreamos lo que está ante nuestros ojos y compartimos nuestra propia experiencia con otros. Se genera un movimiento que se dirige a la belleza y se despiertan deseos de conocimiento que nos hacen buscar lo mejor de nosotros. Aquí encontramos al artista de los pueblos de México, aquel del que nos contaba Nezahualcóyotl en sus versos: El artista discípulo, abundante, múltiple, inquieto./ El verdadero artista: capaz, se adiestra, es hábil;/ dialoga con su corazón,/ encuentra las cosas con su mente.
Todos los artístas que se muestran en el Museo de Arte Popular, desde la gran variedad de sus técnicas y estilos, recrean la textura universal mexicana haciendo gala de la belleza de sus ciudades, de la luminosidad de sus paisajes y de la riqueza ancestral de sus tradiciones, orgullosos de su herencia cultural. Desde sus propias búsquedas y múltiples hallazgos, los creadores aquí expuestos nos regalan los jirones de luz que tienen en las manos. Con ellos nos ofrendan la revelación de una intuición ancestral que comparten con su paisaje y con su gente. En un equilibrio entre imaginación y rigor plástico, afinan las miradas y nos seducen con los colores de su tierra, esa que es también nuestra.
Como diría Octavio Paz de Rufino Tamayo, si alguna palabra resume la obra de estos grandes maestros, esa palabra es Sol. Sol de barro, sol de mirada, sol de agua quemada.
Mirarnos en el espejo de las piezas que se exponen en el Museo de Arte Popular es como vivir mil veces. Es asistir a un ritual de renacimiento. Es como asistir a una escuela que cambia de colores, de voces, de cuadernos. Los estudiantes aprenden con palabras diferentes, sentados en el piso o de pie, están acompañados de presencias de otros tiempos y espacios. Las vitrinas y las piezas se transforman aquí en pizarras para la creatividad y en gises para el conocimiento.
Como cultiva nuestra curiosidad, motiva nuestra inteligencia, despierta nuestra sensibilidad y amplía el alcance de nuestro pensamiento, este dejó de ser sólo el lugar de las musas. Más que ninguno, el Museo de Arte Popular es un espacio donde habita la sensualidad de México
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