yer, en conferencia de prensa, el gobernador de Tabasco, Arturo Núñez, denunció que la administración encabezada por su antecesor, Andrés Granier Melo, incurrió en desvío de fondos por más de mil 900 millones de pesos destinados a programas federales de salud, educación, justicia y seguridad pública.
Las acusaciones del mandatario tabasqueño ocurren con el telón de fondo de las observaciones hechas por la Auditoría Superior de la Federación (ASF) sobre las múltiples irregularidades encontradas durante la revisión de la cuenta pública 2011 –particularmente en programas de estímulos agrícolas y en la construcción de la Estela de Luz–, así como del escandaloso crecimiento de la deuda pública de diversos estados y municipios, donde el gasto de los recursos correspondientes dista de haberse efectuado con plena transparencia. Tales hechos confirman que la opacidad, el dispendio y la corrupción institucional no se circunscriben a un nivel de gobierno ni a un partido político en particular, sino son fenómenos transversales al conjunto de la clase política y de alcance nacional.
Su atención y corrección deben ser vistas como tareas fundamentales para las distintas autoridades, no sólo por razones de índole moral y legal, sino porque representan una amenaza para las perspectivas de resolución de los problemas nacionales en materia economía, social, política y de seguridad y, en última instancia, para la viabilidad del país.
En efecto, cabe preguntarse qué posibilidades de desarrollo puede tener la economía de una nación cuyo gasto público es objeto recurrente de desvíos, dilapidación o robo, y en la que los costos de operación de las unidades económicas se eleva consecuencia del cobro de mordidas por parte de funcionarios sin escrúpulos para acelerar trámites o para otorgar contratos.
Sin una moralización amplia y profunda de las oficinas públicas en todos los niveles de gobierno, se vuelve insostenible, por otra parte, cualquier propósito oficial de combatir a la delincuencia y restablecer el estado de derecho. Asimismo, en un contexto plagado de casos de malversación de recursos de programas sociales, suenan inviables los propósitos gubernamentales de luchar contra el hambre, reducir los niveles de pobreza y, desde luego, el país no puede aspirar a tener elecciones confiables y limpias en tanto los organismos encargados de salvaguardar los mecanismos de la democracia representativa sigan siendo tolerantes a los manejos turbios y las irregularidades que suelen ocurrir durante los procesos electorales.
El escandaloso desaseo administrativo y la descomposición institucional que genera en todos los ámbitos del poder público se ha venido incrementando sexenio tras sexenio, independientemente del relevo de siglas y colores que tuvo lugar en el Ejecutivo federal en 2000. Durante los 12 años de presidencias panistas, esos flagelos se multiplicaron y profundizaron al grado de ubicarse en el propio círculo del poder presidencial: algunos botones de muestra son los presuntos actos ilícitos cometidos por los hermanos Bribiesca Sahagún durante el sexenio de Vicente Fox; los contratos irregulares atribuidos al ex titular de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, y la suciedad imperante durante la edificación de la Estela de Luz.
En un entorno gubernamental descompuesto y minado por la corrupción, combatir este flagelo tendría que ser la prioridad principal de cualquier gobernante dispuesto a ejercer el poder en beneficio de la nación y no de intereses facciosos. Los propósitos de transparencia, honestidad y rendición de cuentas enunciados por administraciones entrantes como la de Tabasco y la federal carecerán de verosimilitud en la medida en que no se acompañen de un programa nacional para luchar contra la opacidad, el dispendio y el latrocinio que prevalecen en todos los niveles y todo el territorio.