16 de febrero de 2013     Número 65

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Rubí Orozco Santos

Cocina y cultura

Cristina Barros y Marco Buenrostro

Al recorrer nuestro país encontramos una amplia gama de paisajes: la costa, el desierto, la selva, la montaña, valles, hondas cañadas, cumbres de hasta tres mil metros sobre el nivel del mar, que albergan una inmensa variedad de especies vegetales y animales y nos colocan entre los cinco países con mayor biodiversidad. En este escenario convive un sinnúmero de culturas, la mayor parte de ellas presentes desde la antigüedad y profundamente ligadas a la naturaleza por el conocimiento y su forma de ver al mundo. Esta unión de diversidad de paisajes y culturas ha hecho posible la riqueza de la cocina mexicana, suma de las cocinas étnicas y regionales. Su raíz indígena se muestra en sus principales ingredientes: maíz, chile, jitomate y tomate, frijol y calabaza; se les suman cientos de quelites, frutas, hongos, peces y otras especies animales propias de cada región. Ahí donde la presencia indígena es mayor, la riqueza culinaria lo es también.

Un ejemplo de continuidad cultural son algunos de los platillos que se le servían a Moctezuma, como el totolin patzacalmollo, “cazuela de gallina hecha a su modo con chilli bermejo y con tomates y pepitas de calabaza molidas”, o el chacalli patzcallo, “cazuela de camarones hechos con chiltécpitl y tomates y algunas semillas de calabaza molida”. También el tzicatanamatli con chiltecpin, que significa hormigas chicatanas en chiltepin, y los gusanos de maguey en salsa, que en náhuatl es meocuilti chiltecpin mollo.

De la cocina lacustre, cuyos tonos son semejantes desde Texcoco y Zumpango hasta Chapala, pasando por Lerma y Pátzcuaro, era la mazaxocomulli iztac michyo, o “cazuela de ciruelas no maduras con unos pececillos blanquecillos y con chile amarillo y tomates”. Ya había chileatoles, no sólo con maíz, sino también con amaranto y chía. Los huauzontles se preparaban en salsa; los nombraban en náhuatl huauhtzontli tonalcillo.

Esta riqueza culinaria tenía su equivalente en otros lugares de Mesoamérica, como podemos constatar en la Relación de los indios de Yucatán, de Diego de Landa, que menciona la variedad de abejas presentes en la península y la manera en que los indios cultivaban y recolectaban la miel, el gran número de pescados y mariscos que comían, sus formas de producción de la sal en la que fueron verdaderos maestros, los usos del maíz, los utensilios que se empleaban, la presencia del cacao, entre otros muchos datos. Los cronistas del siglo XVIII se refieren a las culturas del norte; ahí apreciamos los conocimientos de los cazadores-recolectores, o los antecedentes de la vaquería en la relación de diversos grupos con los bisontes o cíbolos.

Los pescados y mariscos de Baja California, el cabrito asado norteño, las muchas variedades de chile fresco y seco, la carne seca de los rarámuris, o los tamales y enchiladas que recorren casi todo el territorio nacional, así como los platillos de fiesta: barbacoa, moles verdes y rojos, pipianes, cochinita pibil; los pescados en tapescos y zarandeados, y algunas de las bebidas con que los acompañamos: atoles, tejuino, chocolate…, evidencian la continuidad cultural. Luego vendrían el trigo y la caña de azúcar, así como nuevas técnicas de cocina, pero todo se integró armónicamente a una manera de ser y hacer cocina, que nos identifica.

Comida de diario, comida de fiesta, comida ceremonial, que son resultado de la participación colectiva y se preparan con más de 30 técnicas distintas, la mitad de las cuales data de la época prehispánica. Se presentan vistosas en cazuelas, ollas, jarras, vasos, servilletas obras de las manos mexicanas, que en el objeto más humilde, buscan el color y la forma más bellos. Pocas cocinas del mundo tienen la variedad de la cocina tradicional mexicana; a diario encontramos un nuevo ingrediente, nuevas preparaciones y secretos de cocina.

En los fogones son en general las mujeres quienes por medio de la palabra y los gestos van dejando esta herencia de generación en generación; en el campo los padres y los abuelos transmiten también saberes, formas culturales que permiten conservar y avanzar en el conocimiento. La cocina es un potencial que debemos conservar no sólo por una fijación romántica al pasado; son muchos los países del mundo que consideran a sus propias cocinas y a la producción artesanal como un bien que reporta utilidades económicas cuando se le reconoce y se sabe presentar con orgullo legítimo.

Potenciar lo que somos, cuidar nuestro entorno natural, entender las culturas rurales, conocerlas y amarlas, nos permitiría ser realmente un país que contribuya a mostrar nuevos y eficientes caminos a mucho más largo plazo. La cocina mexicana es además de disfrutable, más alimenticia y sana que otras propuestas; es también un factor de identidad, pues cuando un grupo radica fuera de su país por generaciones, lo último que pierde es la lengua materna y la manera en que come. Es un elemento que nos distingue y que puede ofrecerse a quienes nos visitan con la plena confianza de que será parte de sus gratos recuerdos, de sus experiencias inolvidables, igual que nos ocurre cuando con espíritu abierto vamos por los rincones de nuestro país.


Enfrentar el hambre, oportunidad

FOTO: Bread for the World
para construir una sociedad de bienestar: José Luis Gallegos

La Cruzada Nacional contra el Hambre, puesta en marcha por el gobierno federal, revierte la tendencia gubernamental de negar el problema de la pobreza y del hambre, y abre una ventana de oportunidad para que sociedad y gobierno deliberen y generen juntos pautas de políticas públicas en busca de una sociedad de bienestar, afirmó José Luis de la Cruz Gallegos, director de Economía y Finanzas del Tecnológico de Monterrey, campus Estado de México.

El también participante en el Foro Nacional para la Construcción de la Política Alimentaria y Nutricional en México (Fonan), afirmó que la Cruzada enfrenta una desafío muy grande pues va en contra de lo que la generó, esto es, el modelo económico, pues si bien el Producto Interno Bruto (PIB) ha crecido en los años recientes –a ritmos de casi cuatro por ciento entre 2012 y 2012–, la pobreza ha aumentado, lo cual revela desigualdad y la necesidad no sólo de generar riqueza, sino de distribuirla. “No deberíamos aspirar a resolver problemas superiores, cuando como país no hemos podido resolver lo más básico, que la gente tenga para comer, cuando 50 millones de mexicanos sufren pobreza y 28 millones de ellos tienen problemas para acceder a la alimentación”.

Precisó que el reto de enfrentar el hambre requiere decisiones transversales, pues si bien es cierto que el problema tiene que ver con una producción nacional alimentaria insuficiente para cubrir las necesidades, también se involucra el hecho de que la industrialización, importación y distribución de alimentos están en manos de monopolios u oligopolios, que propicia que los precios se eleven mucho más que los incrementos de las cotizaciones internacionales de materias primas. “Sólo 18 empresas en México controlan 33 por ciento del valor agregado de la generación de alimentos (…) las importaciones de cerdo son realizadas por sólo cinco o siete empresas”.

En cuanto a producción nacional, dijo: “si juntáramos toda la producción de huevo del país nos tocaría de a medio huevo diario por persona, y si juntamos toda la producción de leche, nos tocan 250 mililitros al día por persona”. Este problema de déficit se resuelve con la importación, pero dada la concentración de la importación y distribución, los precios se elevan artificialmente. Esto se hizo evidente en 2007 con el encarecimiento del maíz y de la tortilla, dijo. Esta última se elevó en 300 o 400 por ciento respecto del aumento en el precio del maíz. Así, la dependencia de importaciones en pocas manos vulnera el precio y la disponibilidad de alimentos. “Cualquier volatilidad de los precios internacionales, que están fuera de nuestro alcance, va a afectar y a mermar o revertir cualquier política pública que estemos aplicando”.

Consideró que debe hacerse una revisión seria de los programas sociales, los cuales han sido evaluados positivamente de manera individual por instituciones académicas nacionales y extranjeras y por organismos internacionales. A pesar de eso, la pobreza y el hambre persisten. Hoy día el gobierno busca alinear esos programas, “pero el punto es ¿cuál va a ser el resultado, si seguimos haciendo lo mismo, por más integrados que estén los programas?”.

El problema no es de recursos; los programas sociales cuentan este año con alrededor de 90 mil millones de pesos, que si bien insuficientes, sí deberían servir para revertir algunas variables de la pobreza y del hambre, por lo menos las más preocupantes.

El gasto público debe hacerse eficiente, señaló. Las definiciones que puedan negociarse entre sociedad y gobierno –por ejemplo con los participantes del Fonan en negociaciones con secretarías de gobierno, en el marco de la Cruzada Nacional contra el Hambre– deben integrarse en el Plan Nacional de Desarrollo 2012-18 y en el plan de financiamiento para el desarrollo, con la visión de políticas públicas transversalizadas y con objetivos de largo plazo (Lourdes Rudiño).

Una preparatoria excepcional

Aprender a vivir sembrando

FOTO: Lorena Paz Paredes
ideas y hortalizas

Lorena Paz Paredes

A la hora de comer nos sirvieron pastel vegetariano hecho con verduras cultivas allí y pan integral con frutas de la estación, que también cosechan. Son las y los estudiantes de una escuela sin par. Enclavada en la sierra baja de Puebla, desde 1997 funciona el bachillerato Juan Ruiz de Alarcón. Plantel al que se llega desde la capital del estado, pasando por Libres y luego por Cuyuaco para, de ahí, comenzar a descender hasta Tateno, por un camino de terracería que va rumbo a Ixtacamaxtitlán, en una travesía de casi tres horas.

En esta escuela estudian 46 jóvenes de diversas zonas campesinas del país. 25 son albergados de lunes a viernes, diez más se quedan también los fines de semana porque vienen de muy lejos y no pueden regresar a sus hogares.

El albergue recuerda a La Comarca, el curioso poblado de los hobbits de Tolkien, todo en madera y construido en desniveles por la inclinación del terreno. “Aquí se hizo la escuela –cuenta el director Felipe Juárez–, tenemos un microclima privilegiado, no es seco ni demasiado frío, hay árboles y río. Son espacios abiertos”.

Del otro lado del camino están las aulas, los talleres y las parcelas. Por la mañana los jóvenes asisten a clases, y luego se capacitan en talleres de panadería, hongos, conservas, hortalizas, artesanías, carpintería y papel reciclado. Parte de los alimentos producidos aquí abastecen la cocina de la escuela, donde también las y los alumnos preparan la comida.

Así, en esta prepa incorporada a la Secretaría de Educación Pública, además de las materias formales, se aprende a cultivar, a cocinar y a comer verduras frescas, frutas, hongos, mermeladas y pan integral. Lo que no consume la escuela se vende en la cafetería y en el pueblo cercano de Tepexoxuca, donde estos productos ya han ganado fama. Parte del dinero de la vendimia es para la escuela y parte para al alumnado. Y es que los estudiantes son hijas e hijos de familias campesinas muy pobres y deben trabajar para costearse su estancia. Pero aquí no se pagan colegiaturas, apenas una cuota mínima por “gastos de alimentación”, que se completa con donativos de instituciones y personas y hace posible un peculiar y novedoso esfuerzo educativo.

Esta prepa rural evoca sueños de educadores como Freire, Freinet y Montessori que veían la escuela como una experiencia profundamente ligada a la vida, y querían una comunidad capaz de sostenerse con el propio trabajo. Inspirado en ellos, el maestro Gabriel Salom Flores fundó la prepa y enseguida la asociación Tlamachtini, AC, cuyo equipo: Felipe Juárez, Jesús Cervantes, Rosa Martínez Sánchez y Arturo Hernández Téllez, ha hecho milagros para mantener la escuela por casi 17 años. “Queremos ofrecer una educación a jóvenes rurales pobres, enseñándoles a producir y cocinar sus alimentos, a tomar decisiones y planear en colectivo, a aplicar conocimientos, usar recursos locales y a desarrollar actitudes solidarias”.

¿Qué significa para niños y jóvenes rurales estudiar aquí? Es una oportunidad que no tienen en sus pueblos. También es aprender de otro modo. Y sobre todo es educarse en un renovado amor por la tierra y por la agricultura, cosas que quizá estaban dejando de apreciar en sus estragadas comunidades donde los jóvenes van perdiendo el gusto por ser campesinos: vocación ancestral que en esta escuela reverdece.

Aprenden a sembrar, a cocinar y a comer bien. Además toman lecciones de autonomía y cooperación, porque aparte de hacerse cargo de sus espacios y sus comidas, cada jueves deciden en asamblea el menú semanal, el reparto de tareas domésticas y las compras; una buena manera, ésta, de regular la vida de la escuela. También debaten avenencias y desavenencias, gustos y disgustos entre estudiantes y entre estudiantes y docentes. Se entrenan, pues, en el arte de hablar y de escuchar, en el arte de planear colectivamente y de compartir, lo que no es fácil en una sociedad como la nuestra, que desprecia a la juventud y donde poco se valora el trabajo campesino.

Cultura nutricia

Sofía Medellín Urquiaga y Mauricio González González  ENAH/Cedicar

La voz quelite (de kelitl, en náhuatl) convoca una infinidad de plantas cuyo aprovechamiento es de estricta recolección. Plantas que no sólo son alimento de quienes pasan por recurrentes periodos de vacas flacas, sino también de suculencias y delicias que participan de abigarrados platillos producto de abigarradas milpas.

Curioso es entonces que en más de una ocasión no haya siquiera traducción posible al castellano de dichas plantas, que llevado al extremo por quienes han adoptado el “matahierba” (herbicida) para limpiar sus parcelas, barren con ellas. Y es que lo bueno para comer requiere portar consigo ese estatuto, uno que sólo y exclusivamente se nos transmite a fuerza de tradición, compartiendo el pan o, con mayor justeza para nuestra tierra, el taco.

Decía el ya finado antropólogo Claude Lévi-Strauss en su libro El pensamiento salvaje: “se podría inferir de buen grado que las especies animales y vegetales no son conocidas más que porque son útiles, sino que se las declara útiles o interesantes porque primero se las conoce”. Hay un movimiento intelectual colectivo e histórico que nos indica las rutas del sabor, una impresión cultural que se nos impone en algo tan íntimo como el gusto, que hace de gusanos de maguey, chapulines con chile o un canapé de caviar alimento apetecible.

Hablar de comida no es etiqueta de cualquier producción cultural pues, como todos tenemos presente, no basta con saber qué es digno de llevarse a la boca, sino cómo y con quién. Así, habrá tratados del bien hacer en la cocina que entre rurales se encarnan en el saber de las mujeres quienes, forjadas al fogón, se las arreglan para hacer de la tortilla manjar campesino del que no cualquier paladar sale indemne; el chile y la gran variedad de salsas y moles acompañan la degustación de paladares agrestes que no se achican ante el placer del picante.

Más aún, de sobra sabemos que el afecto, y principalmente el femenino, se hace sentir por medio de la comida y de ello los pueblos de tradición religiosa mesoamericana hacen gala, no sólo por el hecho de hacer objeto de manjares al cercano, sino por la cantidad de la misma, pues ésta es correlato de la magnitud del agrado. Por su parte, los pueblos originarios del desierto en el norte del país muestran una diferencia nada sutil para los del sur, pues el buen gusto en la mesa no se basa en ofrecer comida, sino en tomarla: se denota cercanía al comer del plato del otro, asunto exclusivo de amigos y familiares. Pero sea arriba o abajo, dar comida a quien lo necesita es uno de los actos solidarios por excelencia, acción que destaca la altura de quien dona y fraterna al destinario. Dar, recibir y tomar comida son los verbos que acompañan la subjetividad de quienes participan de nuestros vínculos más sentidos.

En el mundo rural comer a solas es un acto realizado casi siempre por cuestiones productivas pero, ya sea en el monte o en la parcela, el otro se hace presente, sea como itacate llevado en el morral, sea como destino de lo obtenido en la caza, recolección o en la pesca. Común es hacerlo acompañado, buena parte de estas actividades se hacen en grupo, y ni qué decir si se lleva a cabo cerca del solar. El solar es un espacio que en muchos pueblos es compartido por más de una casa, que alrededor del fogón de los abuelos suele agrupar a varias familias o, mejor dicho, hace de la familia extensa una nuclear.

Esto se vuelve radical en la fiesta, donde la costumbre exige que todo aquel que participa de ella es digno de un plato. Se halaga al visitante con comida y bebida, pues como la música y el baile, comer hace feliz. La comunidad de la fiesta es de tal magnitud que lo ordinario es que el Santo patrono de la localidad o los “Dueños” de la naturaleza sean los principales invitados, pero también muertos en Todos Santos y Diablos en Carnaval, pues invitar un taco y un trago no sólo posibilita estar juntos, sino también, y es un movimiento que muchos curanderos indígenas no obvian antes de cualquier ritual, ofrecer comida es mostrar respeto, uno que permite incluso, después de la convivencia, cierta independencia y tranquilidad. Los funcionarios de gobierno y patrones agrícolas lo tienen de cierto, aunque no siempre lo sepan. Estrategia política popular.

Saber comer es llevar a cuestas un sinfín de protocolos que indican lugares, recetas, indumentaria, instrumentos, calendarios y la participación del otro en presencia o ausente, pues la comida es uno de esos grandes focos que concentran y actúa en casi todas las expresiones comunitarias, donde la necesidad de alimento se trueca en infinitas posibilidades culturales emotivamente cargadas.

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