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Cocina y cultura Cristina Barros y Marco Buenrostro Al recorrer nuestro país encontramos una amplia gama de paisajes: la costa, el desierto, la selva, la montaña, valles, hondas cañadas, cumbres de hasta tres mil metros sobre el nivel del mar, que albergan una inmensa variedad de especies vegetales y animales y nos colocan entre los cinco países con mayor biodiversidad. En este escenario convive un sinnúmero de culturas, la mayor parte de ellas presentes desde la antigüedad y profundamente ligadas a la naturaleza por el conocimiento y su forma de ver al mundo. Esta unión de diversidad de paisajes y culturas ha hecho posible la riqueza de la cocina mexicana, suma de las cocinas étnicas y regionales. Su raíz indígena se muestra en sus principales ingredientes: maíz, chile, jitomate y tomate, frijol y calabaza; se les suman cientos de quelites, frutas, hongos, peces y otras especies animales propias de cada región. Ahí donde la presencia indígena es mayor, la riqueza culinaria lo es también. Un ejemplo de continuidad cultural son algunos de los platillos que se le servían a Moctezuma, como el totolin patzacalmollo, “cazuela de gallina hecha a su modo con chilli bermejo y con tomates y pepitas de calabaza molidas”, o el chacalli patzcallo, “cazuela de camarones hechos con chiltécpitl y tomates y algunas semillas de calabaza molida”. También el tzicatanamatli con chiltecpin, que significa hormigas chicatanas en chiltepin, y los gusanos de maguey en salsa, que en náhuatl es meocuilti chiltecpin mollo. De la cocina lacustre, cuyos tonos son semejantes desde Texcoco y Zumpango hasta Chapala, pasando por Lerma y Pátzcuaro, era la mazaxocomulli iztac michyo, o “cazuela de ciruelas no maduras con unos pececillos blanquecillos y con chile amarillo y tomates”. Ya había chileatoles, no sólo con maíz, sino también con amaranto y chía. Los huauzontles se preparaban en salsa; los nombraban en náhuatl huauhtzontli tonalcillo. Esta riqueza culinaria tenía su equivalente en otros lugares de Mesoamérica, como podemos constatar en la Relación de los indios de Yucatán, de Diego de Landa, que menciona la variedad de abejas presentes en la península y la manera en que los indios cultivaban y recolectaban la miel, el gran número de pescados y mariscos que comían, sus formas de producción de la sal en la que fueron verdaderos maestros, los usos del maíz, los utensilios que se empleaban, la presencia del cacao, entre otros muchos datos. Los cronistas del siglo XVIII se refieren a las culturas del norte; ahí apreciamos los conocimientos de los cazadores-recolectores, o los antecedentes de la vaquería en la relación de diversos grupos con los bisontes o cíbolos. Los pescados y mariscos de Baja California, el cabrito asado norteño, las muchas variedades de chile fresco y seco, la carne seca de los rarámuris, o los tamales y enchiladas que recorren casi todo el territorio nacional, así como los platillos de fiesta: barbacoa, moles verdes y rojos, pipianes, cochinita pibil; los pescados en tapescos y zarandeados, y algunas de las bebidas con que los acompañamos: atoles, tejuino, chocolate…, evidencian la continuidad cultural. Luego vendrían el trigo y la caña de azúcar, así como nuevas técnicas de cocina, pero todo se integró armónicamente a una manera de ser y hacer cocina, que nos identifica. Comida de diario, comida de fiesta, comida ceremonial, que son resultado de la participación colectiva y se preparan con más de 30 técnicas distintas, la mitad de las cuales data de la época prehispánica. Se presentan vistosas en cazuelas, ollas, jarras, vasos, servilletas obras de las manos mexicanas, que en el objeto más humilde, buscan el color y la forma más bellos. Pocas cocinas del mundo tienen la variedad de la cocina tradicional mexicana; a diario encontramos un nuevo ingrediente, nuevas preparaciones y secretos de cocina. En los fogones son en general las mujeres quienes por medio de la palabra y los gestos van dejando esta herencia de generación en generación; en el campo los padres y los abuelos transmiten también saberes, formas culturales que permiten conservar y avanzar en el conocimiento. La cocina es un potencial que debemos conservar no sólo por una fijación romántica al pasado; son muchos los países del mundo que consideran a sus propias cocinas y a la producción artesanal como un bien que reporta utilidades económicas cuando se le reconoce y se sabe presentar con orgullo legítimo. Potenciar lo que somos, cuidar nuestro entorno natural, entender las culturas rurales, conocerlas y amarlas, nos permitiría ser realmente un país que contribuya a mostrar nuevos y eficientes caminos a mucho más largo plazo. La cocina mexicana es además de disfrutable, más alimenticia y sana que otras propuestas; es también un factor de identidad, pues cuando un grupo radica fuera de su país por generaciones, lo último que pierde es la lengua materna y la manera en que come. Es un elemento que nos distingue y que puede ofrecerse a quienes nos visitan con la plena confianza de que será parte de sus gratos recuerdos, de sus experiencias inolvidables, igual que nos ocurre cuando con espíritu abierto vamos por los rincones de nuestro país. Enfrentar el hambre, oportunidad
para construir una sociedad de bienestar: José Luis Gallegos
La Cruzada Nacional contra el Hambre, puesta en marcha por el gobierno federal, revierte la tendencia gubernamental de negar el problema de la pobreza y del hambre, y abre una ventana de oportunidad para que sociedad y gobierno deliberen y generen juntos pautas de políticas públicas en busca de una sociedad de bienestar, afirmó José Luis de la Cruz Gallegos, director de Economía y Finanzas del Tecnológico de Monterrey, campus Estado de México. El también participante en el Foro Nacional para la Construcción de la Política Alimentaria y Nutricional en México (Fonan), afirmó que la Cruzada enfrenta una desafío muy grande pues va en contra de lo que la generó, esto es, el modelo económico, pues si bien el Producto Interno Bruto (PIB) ha crecido en los años recientes –a ritmos de casi cuatro por ciento entre 2012 y 2012–, la pobreza ha aumentado, lo cual revela desigualdad y la necesidad no sólo de generar riqueza, sino de distribuirla. “No deberíamos aspirar a resolver problemas superiores, cuando como país no hemos podido resolver lo más básico, que la gente tenga para comer, cuando 50 millones de mexicanos sufren pobreza y 28 millones de ellos tienen problemas para acceder a la alimentación”. Precisó que el reto de enfrentar el hambre requiere decisiones transversales, pues si bien es cierto que el problema tiene que ver con una producción nacional alimentaria insuficiente para cubrir las necesidades, también se involucra el hecho de que la industrialización, importación y distribución de alimentos están en manos de monopolios u oligopolios, que propicia que los precios se eleven mucho más que los incrementos de las cotizaciones internacionales de materias primas. “Sólo 18 empresas en México controlan 33 por ciento del valor agregado de la generación de alimentos (…) las importaciones de cerdo son realizadas por sólo cinco o siete empresas”. En cuanto a producción nacional, dijo: “si juntáramos toda la producción de huevo del país nos tocaría de a medio huevo diario por persona, y si juntamos toda la producción de leche, nos tocan 250 mililitros al día por persona”. Este problema de déficit se resuelve con la importación, pero dada la concentración de la importación y distribución, los precios se elevan artificialmente. Esto se hizo evidente en 2007 con el encarecimiento del maíz y de la tortilla, dijo. Esta última se elevó en 300 o 400 por ciento respecto del aumento en el precio del maíz. Así, la dependencia de importaciones en pocas manos vulnera el precio y la disponibilidad de alimentos. “Cualquier volatilidad de los precios internacionales, que están fuera de nuestro alcance, va a afectar y a mermar o revertir cualquier política pública que estemos aplicando”. Consideró que debe hacerse una revisión seria de los programas sociales, los cuales han sido evaluados positivamente de manera individual por instituciones académicas nacionales y extranjeras y por organismos internacionales. A pesar de eso, la pobreza y el hambre persisten. Hoy día el gobierno busca alinear esos programas, “pero el punto es ¿cuál va a ser el resultado, si seguimos haciendo lo mismo, por más integrados que estén los programas?”. El problema no es de recursos; los programas sociales cuentan este año con alrededor de 90 mil millones de pesos, que si bien insuficientes, sí deberían servir para revertir algunas variables de la pobreza y del hambre, por lo menos las más preocupantes. El gasto público debe hacerse eficiente, señaló. Las definiciones que puedan negociarse entre sociedad y gobierno –por ejemplo con los participantes del Fonan en negociaciones con secretarías de gobierno, en el marco de la Cruzada Nacional contra el Hambre– deben integrarse en el Plan Nacional de Desarrollo 2012-18 y en el plan de financiamiento para el desarrollo, con la visión de políticas públicas transversalizadas y con objetivos de largo plazo (Lourdes Rudiño).
Cultura nutricia Sofía Medellín Urquiaga y Mauricio González González ENAH/Cedicar La voz quelite (de kelitl, en náhuatl) convoca una infinidad de plantas cuyo aprovechamiento es de estricta recolección. Plantas que no sólo son alimento de quienes pasan por recurrentes periodos de vacas flacas, sino también de suculencias y delicias que participan de abigarrados platillos producto de abigarradas milpas. Curioso es entonces que en más de una ocasión no haya siquiera traducción posible al castellano de dichas plantas, que llevado al extremo por quienes han adoptado el “matahierba” (herbicida) para limpiar sus parcelas, barren con ellas. Y es que lo bueno para comer requiere portar consigo ese estatuto, uno que sólo y exclusivamente se nos transmite a fuerza de tradición, compartiendo el pan o, con mayor justeza para nuestra tierra, el taco. Decía el ya finado antropólogo Claude Lévi-Strauss en su libro El pensamiento salvaje: “se podría inferir de buen grado que las especies animales y vegetales no son conocidas más que porque son útiles, sino que se las declara útiles o interesantes porque primero se las conoce”. Hay un movimiento intelectual colectivo e histórico que nos indica las rutas del sabor, una impresión cultural que se nos impone en algo tan íntimo como el gusto, que hace de gusanos de maguey, chapulines con chile o un canapé de caviar alimento apetecible. Hablar de comida no es etiqueta de cualquier producción cultural pues, como todos tenemos presente, no basta con saber qué es digno de llevarse a la boca, sino cómo y con quién. Así, habrá tratados del bien hacer en la cocina que entre rurales se encarnan en el saber de las mujeres quienes, forjadas al fogón, se las arreglan para hacer de la tortilla manjar campesino del que no cualquier paladar sale indemne; el chile y la gran variedad de salsas y moles acompañan la degustación de paladares agrestes que no se achican ante el placer del picante. Más aún, de sobra sabemos que el afecto, y principalmente el femenino, se hace sentir por medio de la comida y de ello los pueblos de tradición religiosa mesoamericana hacen gala, no sólo por el hecho de hacer objeto de manjares al cercano, sino por la cantidad de la misma, pues ésta es correlato de la magnitud del agrado. Por su parte, los pueblos originarios del desierto en el norte del país muestran una diferencia nada sutil para los del sur, pues el buen gusto en la mesa no se basa en ofrecer comida, sino en tomarla: se denota cercanía al comer del plato del otro, asunto exclusivo de amigos y familiares. Pero sea arriba o abajo, dar comida a quien lo necesita es uno de los actos solidarios por excelencia, acción que destaca la altura de quien dona y fraterna al destinario. Dar, recibir y tomar comida son los verbos que acompañan la subjetividad de quienes participan de nuestros vínculos más sentidos. En el mundo rural comer a solas es un acto realizado casi siempre por cuestiones productivas pero, ya sea en el monte o en la parcela, el otro se hace presente, sea como itacate llevado en el morral, sea como destino de lo obtenido en la caza, recolección o en la pesca. Común es hacerlo acompañado, buena parte de estas actividades se hacen en grupo, y ni qué decir si se lleva a cabo cerca del solar. El solar es un espacio que en muchos pueblos es compartido por más de una casa, que alrededor del fogón de los abuelos suele agrupar a varias familias o, mejor dicho, hace de la familia extensa una nuclear. Esto se vuelve radical en la fiesta, donde la costumbre exige que todo aquel que participa de ella es digno de un plato. Se halaga al visitante con comida y bebida, pues como la música y el baile, comer hace feliz. La comunidad de la fiesta es de tal magnitud que lo ordinario es que el Santo patrono de la localidad o los “Dueños” de la naturaleza sean los principales invitados, pero también muertos en Todos Santos y Diablos en Carnaval, pues invitar un taco y un trago no sólo posibilita estar juntos, sino también, y es un movimiento que muchos curanderos indígenas no obvian antes de cualquier ritual, ofrecer comida es mostrar respeto, uno que permite incluso, después de la convivencia, cierta independencia y tranquilidad. Los funcionarios de gobierno y patrones agrícolas lo tienen de cierto, aunque no siempre lo sepan. Estrategia política popular. Saber comer es llevar a cuestas un sinfín de protocolos que indican lugares, recetas, indumentaria, instrumentos, calendarios y la participación del otro en presencia o ausente, pues la comida es uno de esos grandes focos que concentran y actúa en casi todas las expresiones comunitarias, donde la necesidad de alimento se trueca en infinitas posibilidades culturales emotivamente cargadas.
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