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El capital mata El capitalismo es malo para la salud: a veces te adelgaza hasta los huesos y a veces te engorda hasta la obesidad, pero siempre te mata; rápido o despacio, pero te mata. En el siglo XIX, conforme iba revolucionando la producción, el capital enflaquecía a las personas que le tenían que vender su fuerza de trabajo; en el siglo XX, conforme iba revolucionando también el consumo, el capital engordaba a las personas que tenían que adquirir sus mercancías. Primero derrengándonos como productores y luego cebándonos como consumidores, el gran dinero toma posesión de nuestro cuerpo, se adueña de nuestro metabolismo, remodela nuestra biología. Hace 200 años, el arrollador avance de la producción mecanizada a costa de los talleres y la manufactura daba lugar a grandes fábricas; usinas pasmosas que eran a la vez infiernos laborales en los que se consumía el nuevo proletariado industrial: una ajetreada muchedumbre que trabajaba más duro y vivía peor que el artesano y el manufacturero del viejo régimen. En los años 30’s y 40’s del siglo XIX los obreros ingleses habitaban pocilgas, vestían harapos y trabajaban turnos de 16 horas. Si les iba bien, comían papas, pan, tocino rancio y té; si les iba mal, sólo papas y té, y cuando estaban sin empleo se alimentaban de pieles de papa y verduras descompuestas que recogían de los basureros. La harina con que se hacía el pan de los obreros tenía yeso, y arroz en polvo el azúcar con que el proletariado endulzaba su té. “Los obreros industriales –escribía Federico Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, libro publicado en 1845– son casi todos débiles, de osatura angulosa, pero no fuerte, flacos, pálidos, consumidos (…)”. Thomas Hood (1789-1845) da voz a las trabajadoras de las fábricas de ropa:
En 1840, en Liverpool, la esperanza de vida de la clase alta era de 35 años, mientras que los obreros y jornaleros vivían en promedio 15 años, debido sobre todo a que el 57 por ciento de sus hijos moría antes de los cinco. En sus años mozos el capitalismo mataba literalmente de hambre a sus trabajadores. Desde el siglo XIX, pero sobre todo en el XX, el tipo de oferta de bienes que generaba la producción industrial, la organización del tiempo que imponía en las familias el trabajo asalariado y la imperiosa necesidad propia de la acumulación capitalista de expandir constantemente la demanda para colocar su creciente producción y realizar sus ganancias, ocasionaron una profunda remodelación del mercado de consumo final, de los hábitos del consumidor y de su propia sicología y fisiología. Uno los componentes mayores de esta mudanza es la de los alimentos, que sufren una progresiva transformación agroindustrial en la línea de agregarles valor, facilitar tanto su transporte como su conservación y atrapar a los consumidores en un mercado muy competido. El resultado es lo que llamamos comida chatarra o comida basura: productos que por lo general contienen altos niveles de grasas saturadas, sal, condimentos y azúcares –que estimulan el apetito y la sed–, así como conservadores, colorantes y otros aditivos. Y también la forma de ingerirlos ha cambiado: se ha reducido el tiempo y densidad cultural del acto de comer imponiéndose la ingesta doméstica de platillos preelaborados, la oferta callejera de alimentos calientes y los restaurantes de “comida rápida”. El resultado es una epidemia de obesidad de alcance planetario que comenzó a expandirse al fin de la Segunda Guerra Mundial, empezando con los ricos de los países “desarrollados”, para seguir con los pobres de las metrópolis, luego con los ricos de la periferia, hasta llegar finalmente a los pobres de los países “atrasados”. Junto con la financiera y la energética, la mundialización y estandarización de la comida chatarra es una de las características de la globalidad. Y su continua y acelerada expansión continuará pues es un gran negocio: en la primera década del tercer milenio las ventas de alimentos empacados generaban 2.2 billones de dólares anuales, y 532 mil millones de dólares la de refrescos. Esto, a su vez, ha incrementado exponencialmente las enfermedades cardiovasculares, la diabetes, el cáncer y otros padecimientos crónicos. La paradoja es que en los países y regiones pobres el sobrepeso y la obesidad se combinan con la desnutrición y las enfermedades infecciosas se entreveran con las crónico-degenerativas. Hoy los orilleros del mundo podemos presumir que, si bien nos seguimos muriendo de enfermedades de pobres, ya nos morimos también de enfermedades de ricos. Y los niños son los más afectados. En un libro de nutrición infantil, María Báez recoge el encabezado de un artículo periodístico publicado en 2010: “Fallece niño de 13 años en vía pública Flacos o gordos, las víctimas del capitalismo padecemos los viciosos hábitos nutricionales de un sistema perverso que en su hambre insaciable de materias primas devora a la naturaleza mientras que alimenta a sus hijos con basura. Primero la producción, después el consumo. Así como históricamente el gran dinero se va apropiando de los recursos naturales y de los sectores de la economía, desplazando a los poseedores originales y a los productos campesinos y artesanales; así el capital se va adueñando también de cada vez mayores franjas del consumo, sustituyendo con mercancías industriales a los bienes y servicios autoproducidos u ofertados por pequeños o medianos proveedores. Pero si al comienzo se trataba de la simple sustitución de unos productos por otros, sin que sus características se modifican significativamente, poco a poco el capital fue alterando la materia, la forma y el significado de los bienes que ofertaba, buscando con ello que el consumo se hiciera funcional a las necesidades de la acumulación y desde su órbita específica sirviera a la maximización de las ganancias, del mismo modo en que ya lo hacía la remodelada producción. De esta manera la satisfacción de necesidades humanas dejó de ser el fin de la producción para ser sólo un medio; un eslabón de la cadena, todavía necesario pero subordinado al eslabón decisivo que es el de la obtención de utilidades. Al reconstruirse material y simbólicamente los procesos de consumo, para adecuarlos a la lógica codiciosa del gran dinero, los consumidores ya no sólo están sometidos económicamente al capital que lucra con sus compras, están también sometidos culturalmente a la nueva configuración de los bienes adquiridos, cuya condición de satisfactores ha sido subordinada y pervertida. El problema no es el mercado por sí mismo. El mal no está en que una parte de los bienes necesarios para la vida se nos presente en forma de mercancías, pues hace mucho que los intercambios complementan al auto abasto, sin que esto haya sido forzosamente dañino. El mal está en que las mercancías capitalistas no fueron diseñadas para satisfacer las necesidades de las personas sino para satisfacer las necesidades del capital. Lo realmente ominoso no es que lo exhibido en los anaqueles del súper sean mercancías, sino que son sirenas. Lo que en verdad nos amenaza no es el código de barras con el precio, sino la seductora y engañosa configuración física y simbólica del producto en cuanto tal. * Así como en los orígenes del industrialismo el trabajador fue sometido a una inversión productiva maligna por la que de ser dueño y operador de sus medios de trabajo pasó a depender del patrón y a ser esclavo de la máquina, así en su forma desarrollada el capitalismo extiende la maligna inversión al mercado, en donde el consumidor es consumido por los bienes de consumo y el que piensa que está comprando en realidad esta siendo comprado.
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