l próximo 16 de febrero se cumple un año más de la firma de los acuerdos de San Andrés y el pasado 30 de diciembre el EZLN emplazó al gobierno priísta a cumplirlos. Al margen de la necesidad de actualización de dichos acuerdos, resulta importante observar el cuadro de abierta regresión que se ha practicado desde el Estado con sus tres poderes.
Por lo pronto, encontramos que, transcurridas seis semanas del pronunciamiento zapatista, ya se dejó de lado en la actual legislatura el tema de la conformación de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) y no se habló más de la iniciativa presentada por el Partido de la Revolución Democrática el mes pasado con la intención de retomar los históricos acuerdos. En realidad, ya están en la congeladora dos iniciativas previas que mostraron la misma intención. Es el caso de la que en el propio 2001 después de aprobada la contrarreforma indígena promovió entre otros Martí Batres con la firma de 160 diputados y la que seis años después promovió Marcos Matías el 11 de diciembre de 2007, la cual fue vetada por el panismo. Todo ello al margen de las numerosas iniciativas parciales y también marginales que obran en el Congreso por más de una década.
Por el lado del Ejecutivo observamos que no fue casual que se nombrara un comisionado con mandato frente a todos los pueblos indígenas del país y a la vez una directora de la Comisión de Desarrollo de los Pueblos Indígenas, ajena al tema y cuya postura se restringe a coordinar programas de infraestructura y vincularse con los del combate al hambre y a la pobreza. Hace tres décadas se logró desplazar el concepto de población y de grupos indígenas vulnerables
y hoy, paradójicamente, se regresa a ellos para tratar individualmente a mujeres y hombres indígenas como beneficiarios, antes que pertenecientes a un pueblo indígena en lógica de derechos colectivos. En ese contexto, por supuesto, se ignora el derecho a la consulta y al consentimiento previo, libre e informado.
Los avances constitucionales y en derecho internacional no han impulsado una nueva institucionalidad acorde con la autonomía y libre determinación reconocida
en el artículo segundo constitucional. Les resulta más fácil salirse por la puerta falsa del llamado combate a la pobreza
que en el mejor de los casos, en muy pocos de ellos, logra paliativos que le permiten limitados márgenes de legitimación ante la clientela
favorecida por sus acciones.
Acerca de la participación política de los pueblos existe la tendencia a propiciarla en términos de la lógica de los programas gubernamentales, institucionales, más que en la de su necesaria autonomía y capacidad de decisión. Alrededor de las instituciones oficiales se mueven cuadros indígenas que han asimilado la ideología de la intermediación, lo que en ocasiones conduce a una auténtica sustitución de los pueblos.
En los hechos, esta nueva dinámica está provocando división en las comunidades, pues propicia una oleada de intervenciones y proyectos que, al margen de su viabilidad, no son decididos por los pueblos desde sus instancias representativas propias. Esto no parece inocente, ya que este activismo oficial destruye liderazgos y se arroga una representatividad artificial. No es casual que se privilegie el trabajo en las zonas que mayor trabajo propio y esfuerzo autonómico han desarrollado. Está en juego una operación de Estado y no es una más, pues busca sacarle el agua a la autonomía.
Por otra parte, en el campo indígena encontramos que junto a experiencias emblemáticas autonómicas como las juntas de buen gobierno zapatistas, la policía comunitaria en Guerrero, el pueblo de Cherán, otros pueblos resisten al despojo territorial y a los megaproyectos o concesiones mineras; en algunos casos, junto a la movilización política, están dando la batalla jurídica y encuentran que no existen condiciones de justiciabilidad para los derechos adquiridos. En el plano interno hay ausencia de mecanismos para obligar a los estados a cumplir con sus compromisos internacionales. De parte de la Suprema Corte de Justicia no se logra superar la lógica de derechos individuales, pese a que se han emitido tesis aisladas potencialmente favorables a los pueblos; sin embargo, en otros casos muestran regresiones al considerar que los municipios con población indígena significativa no representan a los pueblos o que las formas agrarias de tenencia de la tierra están por encima de las formas propias de organización social, y cual cereza del pastel han definido criterios en abierta violación al derecho a la autorreivindicación en aras de un posible fraude a la ley
, esto es, que para que los indígenas no se hagan pasar por tales hay que realizar estudios, peritajes, una suerte de indianómetro
. Este conjunto de indicadores nos muestra que cumplir los acuerdos de San Andrés implica no sólo normar sino desregular para revertir la política antiautonómica en curso.