a abdicación de Benedicto XVI cimbró a la opinión pública, no sólo por su rareza –las renuncias de papas son pocas y remotas en los anales del catolicismo–, sino también porque ocurre en un momento sumamente crítico para el Vaticano y para la Iglesia católica en el mundo.
En su alocución latina para anunciar la dimisión, Joseph Ratzinger adujo razones de edad y de salud que lo colocan en una situación de incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado
. La explicación es plausible y respetable, particularmente en la medida en que constituye un reconocimiento honesto y muy poco habitual en la tradición vaticana, que exige morir en el cargo, como hizo Karol Wojtyla hace casi ocho años: a pesar de encontrarse enfermo y menguado, el Papa polaco se impuso el ejercicio del pontificado incluso en condiciones agónicas. En cuanto a su sucesor alemán, no hay elementos de juicio para determinar hasta qué punto de deterioro se encuentra El Vaticano influyó en la decisión de retirarse y de ahorrarse el doble y doloroso proceso de la declinación física y la mengua de autoridad.
El hecho es que durante el papado de Ratzinger no se resolvió uno solo de los graves problemas heredados y acumulados; por el contrario, varios se agravaron y complicaron. El más escandaloso es, sin duda, el del encubrimiento de los agresores sexuales que pululan en las filas del clero católico y cuya impunidad mayoritaria constituye el más flagrante agravio contra la feligresía. Es claro que los escándalos por abuso sexual no sólo han alejado del catolicismo a muchos fieles, sino han minado la autoridad de la Iglesia católica y su capacidad para hacer frente a la expansión de otras confesiones y al avance del pensamiento laico y científico, pero no son el único factor que explica tales fenómenos.
A la obsecuencia de la jerarquía clerical para con pederastas y agresores sexuales debe sumarse la corrupción imperante en el Vaticano, parcialmente exhibida por las filtraciones de documentos confidenciales realizadas por el antiguo mayordomo papal, Paolo Gabriele, así como la incapacidad del papado para colocar a la Iglesia a tono con las realidades contemporáneas, tanto en lo doctrinal como en lo pastoral. Durante la gestión de Benedicto XVI la curia romana se ha mantenido en una defensa inercial de dogmas medievales, en las concepciones y prácticas misóginas y homofóbicas; no ha podido o querido formular una posición solidaria hacia las sociedades que padecen los efectos más perversos de la irracionalidad neoliberal –la guerra, la destrucción de los niveles de vida, el despojo legalizado– y se ha desentendido de los individuos y organizaciones que, desde el seno del catolicismo, buscan aliviar los efectos devastadores de la economía en los sectores más desfavorecidos.
En suma, la abdicación de Ratzinger rubrica el tiempo perdido de este papado y constituye un severísimo llamado de atención al alto clero y a la curia romana. Por hoy, el Vaticano se encuentra a la deriva y, si se persiste en eludir los problemas en vez de enfrentarlos, si se porfía en encubrir y no en esclarecer, si se insiste en mantener una Iglesia para los poderosos y no para los marginados y oprimidos, la crisis del catolicismo orgánico puede volverse terminal.