orante de la Puebla es un torero esencialmente artista. Toreo poético, pero cimentado en una torería más allá de la inestabilidad de cuanto es sólo sugestión emotiva o dominio técnico. Al acento lánguido, acariciador con ritmo de canción, reúne para mayor sensación de suavidad, señoril desmayo. La concepción y el logro majestuoso, la composición enérgica de esculturas toreras. Y lo más importante, la seguridad arquitectural de sus lances a la verónica, que alumbraron la noche en la corrida de aniversario y que fueron al mismo tiempo minucioso detallismo, sutileza refinada de un orfebre.
¡Cómo toreó a la verónica Morante! Paró, templó y mandó, y por consiguiente cargó la suerte, caminándole al toro de Barralva del tercio a los medios para terminar con dos medias verónicas que refrendó después de salir el toro de un puyacito. Eso, a pesar de que no estuvo en su tarde, el torero de la Puebla del Río. Su torear no está basado en el dominio técnico o en la sugestión emotiva que acompañó las faenas del Zotoluco y sobre todo la del último toro de Octavio García El Payo con los toritos de San Isidro y Barralva, que continuaron con la línea de debilidad y mansedumbre que caracterizaron los encierros de la temporada.
En el toreo de Morante de la Puebla hay clasicismo, luz y color, en que envolvió y acarició al toro en el lance fundamental del toreo: la verónica, que desaparece de los redondeles al igual que la suerte de varas. En su torear a la verónica el aire se veía, se palpaba en los vuelos del capote y, sin embargo, no deformaba la estructura de ningún elemento. Vibración enloquecedora que le permitó con dos o tres lances y una faena como la que realizó el mes de noviembre mostrar a las figuras que llegan y se van lo que es lo clásico en el toreo: lo bien hecho, lo perfecto, complementado de sensibilidad, riqueza emocional y gracia torera. Eso sí, su clasicismo se perdió a la hora de realizar la suerte suprema, al igual que a sus compañeros de terna.