esde hace una semana cientos de habitantes de la Costa Chica de Guerrero, en su mayoría indígenas, instalaron retenes en los accesos del municipio de Ayutla de los Libres con el fin de confrontar directamente a las bandas delictivas que han asolado la región en meses recientes, ante la inoperancia de autoridades federales, estatales y municipales. El pasado jueves esas acciones fueron repetidas por habitantes del vecino municipio de Tecoanapa. En el curso de estos días las escuelas de la zona han permanecido cerradas; se han instaurado toques de queda y se ha detenido, como consecuencia de estas acciones, a unos cuarenta presuntos delincuentes, quienes serán juzgados en asambleas populares, de acuerdo con usos y costumbres de las poblaciones.
Similares medidas han sido tomadas desde finales del año pasado en Huamuxtitlán, Xochihuehuetlán, Cualac, Olinalá y otros municipios de la Montaña guerrense.
La circunstancia de hartazgo ante el azote de la criminalidad que se vive en Ayutla y Tecoanapa es emblemática de la que se vive en muchas otras localidades del país, abandonadas a su suerte en manos de grupos delictivos por la inacción y la incapacidad del Estado para cumplir con su responsabilidad más elemental: preservar la vida y la seguridad de las personas.
La diferencia sustancial, en el caso de las poblaciones de la Costa Chica guerrerense, es que ahí sus propios habitantes han decidido dotarse de la protección que les ha sido negada por las autoridades. Han recurrido en ese empeño a añejos mecanismos autóctonos de seguridad e impartición de justicia –que operan pese al acoso y los intentos de criminalización oficial–, y que con base en esas acciones, según los indicios disponibles, han podido contener en alguna medida el auge de la criminalidad en sus comunidades.
Una primera consideración a partir de los hechos comentados es el carácter ineficaz y hasta inverosímil de las acciones oficiales de seguridad puestas en marcha en esa entidad –particularmente el operativo Guerrero Seguro– y en todo el país en el contexto de la guerra contra la delincuencia
del calderonismo. Como señala el abogado Vidulfo Rosales Sierra, del Centro Regional de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, resulta poco creíble que individuos precariamente armados y sin mayor entrenamiento policiaco y militar puedan hacer frente a la criminalidad en forma más efectiva que como lo han hecho los uniformados de las corporaciones civiles y castrenses de seguridad; dicha perspectiva hace inevitable que surjan sospechas de complicidad entre los elementos de las fuerzas públicas –o sus superiores– y los delincuentes.
En casos como el referido puede percibirse, por lo demás, un rasgo perverso y paradójico de la relación entre los pueblos indígenas del país y el Estado: al tiempo que el segundo niega a los primeros el reconocimiento de su plena autonomía –como se constata con el incumplimiento de los acuerdos de San Andrés Larráinzar–, los coloca en condiciones de desprotección y de vulnerabilidad ante las amenazas que provienen de los poderes fácticos –como la delincuencia, las corporaciones privadas, los cacicazgos– y de las propias fuerzas públicas.
Así, frente la inoperancia de la institucionalidad formal, a las poblaciones autóctonas no les queda otro remedio que recurrir a su propia capacidad organizativa para defenderse de las amenazas exógenas y para contener, también, el hartazgo popular acumulado entre sus habitantes. Dicha circunstancia –que podría ser vista como una obtención de la autonomía comunitaria por la vía de los hechos– tendría que hacer reaccionar a las distintas instancias del Estado sobre la urgencia de incorporar en su visión la perspectiva y la experiencia de esos actores tradicionalmente ignorados y marginados –los pueblos indígenas–, y de emprender una reconfiguración del poder público en el país que termine por colocarlo realmente al servicio de la población y, en particular, de sus entornos más vulnerables.