a confirmación de México en su carácter de importador neto de alimentos
–según una investigación de la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi)– debe ser tomada como una señal de alerta sobre el rumbo desastroso de la política agroalimentaria del país y sobre la necesidad de reformular de manera radical las estrategias de Estado en la materia. El documento referido coloca a nuestro país como una de las contadas economías latinoamericanas –junto con Venezuela y Panamá– que arrastran un déficit en los rubros alimentarios de sus balanzas comerciales, y advierte la vulnerabilidad de esas naciones –y, por extensión, de sus habitantes– ante escenarios de alzas intempestivas de precios, como los que se registraron durante el año pasado a escala mundial.
El diagnóstico de la Aladi se complementa con cifras como las difundidas anteayer en este diario, según las cuales México destinó 37.4 por ciento más recursos a la compra de alimento en el exterior de los que recibió por concepto de inversión extranjera directa, cifra que permite ponderar que la inserción de la economía nacional en la economía global ha sido, para nuestro país, un pésimo negocio.
Frente a elementos como los citados, las promesas formuladas ayer por Enrique Peña Nieto de que su gobierno dará un nuevo rostro
al campo y lo hará productivo, rentable y sustentable
lucen demasiado ambiguas y generales: en particular, no queda claro aún si la actual administración federal ensayará un giro o bien continuará y profundizará el curso que han mantenido sus antecesoras, y que se ha traducido en la puesta en marcha de directrices que han significado el abandono de los entornos rurales y el empeoramiento de las condiciones de vida de sus habitantes, el desmantelamiento de los apoyos estatales a la pequeña producción y al consumo interno de alimentos y la concentración del presupuesto destinado al campo en un reducido grupo de grandes exportadores, amén de los procesos de apertura comercial indiscriminada.
Tales políticas han significado una pérdida sostenida de soberanía alimentaria del país, y lo han hecho cada vez más dependiente de los productos extranjeros, como expresan el creciente déficit de la balanza comercial en el rubro de alimentos y, particularmente, los incrementos en las importaciones de cereales como el maíz, producto base de la alimentación de la población. Esta situación resulta particularmente ofensiva para los bolsillos de millones de familias mexicanas, pues su consumo de alimentos queda sometido a los altibajos en los precios internacionales de productos que bien podrían generarse en territorio nacional, si los gobiernos tuvieran la voluntad política y la capacidad de planeación necesaria para tal efecto.
A casi dos décadas de que arrancó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y a un lustro de que entró en vigor el capítulo agropecuario de ese acuerdo trinacional, es claro que el país requiere, para garantizar la alimentación de su gente y su propia viabilidad, la recuperación de sus capacidades productivas en materia agrícola, y eso no se logrará a menos que existan las políticas de impulso al desarrollo agrícola y a los pequeños productores. De otra manera, el país convivirá no sólo con la perspectiva de la dependencia alimentaria aguda y creciente, sino también con la del hambre, la pobreza y con la consecuente amenaza de estallidos sociales de consecuencias imprevisibles.