Opinión
Ver día anteriorJueves 20 de diciembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Peña y la crítica liberal
F

uera de quienes rechazan por principio la sola idea de llegar a acuerdos de gran aliento entre las diversas fuerzas políticas nacionales, e independientemente de la naturaleza de sus objeciones, hemos visto cómo las dos grandes quejas en torno al Pacto por México expresadas por un abanico de comentaristas partidarios de las reformas que necesitamos se refieren no tanto a los qué –los objetivos concretos– sino a los cómo. Algunos se preguntan en voz alta: ¿qué necesidad tenía el Presidente de eso, cuando le bastaba con seguir la lógica programática para forjar una alianza duradera con el PAN, tal y como se entendió bajo la presidencia de Carlos Salinas?

Les molesta que el pacto sea una redición del viejo presidencialismo envuelto en la reciclada bandera de la unidad nacional, una concesión innecesaria a fuerzas que en rigor obtuvieron votos y presencia promoviendo una política arraigada en el polo opuesto (y ellos, ya se sabe, prefieren el modelo presidencial, bipartidista).

Se olvidan esos críticos que si bien el planteamiento de las reformas estructurales es la clave de la nueva política oficial, Peña y su grupo buscan insertarse como una fuerza hegemónica en la sociedad y no sólo como el (desechable) representante de los poderes fácticos, como ocurrió, justamente, durante los dos sexenios panistas. Por eso está inmerso en una gran operación política capaz de sacudir la mata antes de que las piezas se reacomoden en el escenario. Poco importa, en esta etapa, si el Congreso queda relegado a una oficialía de partes que sigue el ritmo y la tonada impuesta por el Presidente mediante el pacto. Devoto confeso de la eficacia y en particular del pragmatismo como norma suprema del ejercicio del poder, Peña hizo su propia lectura del resultado electoral y sin el menor triunfalismo se propuso aprovechar la situación de las oposiciones para pactar con quien estaba disponible y no, necesariamente, con todos los que debían suscribir un verdadero pacto nacional. La intención de fortalecer cierta visión renovada del presidencialismo ha quedado acreditada, paradójicamente, por el funcionamiento del pacto que, en teoría, debiera ensayar el camino hacia las coaliciones y otras formas parlamentarias de organización del Estado.

Pero la gran objeción de los críticos es que Peña no estaba obligado a incluir al PRD (Zambrano) en un verdadero pacto de gobierno, y no porque renieguen de cierto favoritismo hacia ese sector de la izquierda, sino porque temen que no sea capaz de resistir en el futuro las presiones de otras fuerzas del mismo flanco (de las cuales buscan deslindarse) a la hora de enfrentarse a varios temas capitales, en particular la reforma energética, asunto sobre el cual el calderonismo y el propio Peña Nieto ya habían llegado a trazar grandes convergencias. Esta es la segunda gran objeción.

La desilusión llega al grado de expresarse en los medios bajo la firma de analistas como Leo Zuckerman, quien alarmado manifiesta su preocupación por el modo como en el pacto se trata la cuestión energética: “En el Pacto por México se habla de mantener la propiedad y el control absolutos del Estado de los hidrocarburos y de Pemex como empresa pública. Esto fue interpretado como la negativa del gobierno a permitir la inversión privada en el negocio petrolero más rentable que es la exploración y explotación de crudo y gas. La supuesta apertura se daría en otros negocios menos rentables como la ‘refinación, petroquímica y transporte de hidrocarburos’” (Excélsior, 18 de diciembre). En definitiva, para él como para muchos otros analistas de la realidad nacional, lo que muchos inversionistas, sobre todo extranjeros, están esperando, es una reforma energética que demuestre que el gobierno de Peña va en serio con su promesa de abrir la economía mexicana. Desafortunadamente, la primera señal que envió el nuevo Presidente no fue nada alentadora. Sin embargo, en el mismo texto, el autor da cuenta de los matices introducidos por el Presidente para tranquilizar a los mercados, lo cual –por supuesto– abre nuevas interrogantes acerca de los alcances del pacto y cuáles son los grandes objetivos que legítimamente se pretende alcanzar. Es mentira que esa cuestión esté resuelta o no sea de interés dilucidarla cuanto antes, aquí y ahora. Por lo demás, es imposible no coincidir en la necesidad urgente de transformar a México, pero ese es el punto de partida desde el cual es preciso elaborar un camino y un horizonte que debiera concentrarse en una real y profunda reforma del Estado y no sólo en el necesario y justo cumplimiento de las reivindicaciones insatisfechas que justamente están listadas en el pacto.

La naturaleza de los problemas acumulados requiere, por supuesto, de grandes y pequeños acuerdos entre todas las fuerzas sociales y políticas, pero la deliberación pública, abierta, tanto en la sociedad como en el Congreso es indispensable para lograr objetivos generales, no instrumentales o sectarios en beneficio de una de las partes.

La pluralidad exige libertad sin exclusiones, evitando la retórica de la unidad o el gradualismo que se conforma con avances micrométricos que de inmediato quedan sepultados por las inercias o la voracidad de las fuerzas en pugna. Para atender la frustración acumulada hará falta mucho más que ingeniería institucional, mercadotecnia o colmillo de viejos dinosaurios. No hace falta hurgar demasiado en la realidad para advertir, bajo la pompa triunfal del poder, el aliento de un país dividido, desvertebrado, sometido a la acción disolvente de la corrupción, la violencia o la miseria que ya sobrevuela sobre la mayoría de nuestros jóvenes. Y eso es muy grave.