ocos episodios de violencia individual han sacudido tanto a la sociedad estadunidense y a la opinión pública internacional como la masacre ocurrida ayer en una escuela primaria de Newtown, Connecticut, donde un hombre abrió fuego indiscriminadamente, asesinó a 26 personas –entre ellas, 20 niños de entre cinco y 10 años– y se suicidó.
Sin soslayar que este episodio forma parte de una larga cadena de tiroteos ocurridos en escuelas, centros de trabajo y lugares públicos de ese país –son tristemente célebres la matanza ocurrida en la preparatoria Columbine, en abril de 1999, con 15 estudiantes muertos; el asesinato de 33 estudiantes del Tecnológico de Virginia a manos de uno de sus compañeros, en abril de 2007, y la reciente masacre registrada en un cine de Colorado, que arrojó un saldo fatal de 12 personas–, y sin pasar por alto que cualquier homicidio es en sí mismo repudiable, el efecto estremecedor del ataque registrado en la escuela Sandy Hook se multiplica por cuanto la mayoría de las víctimas pertenecían al sector más vulnerable y sensible de toda sociedad: la niñez. Sobra decir que ninguno de los pequeños asesinados representaba amenaza alguna para el Estado libre
–por usar los términos empleados en la Segunda Enmienda de la Constitución estadunidense para justificar la posesión irrestricta de armas en ese país– ni mucho menos para el agresor.
Ayer, al pronunciar una postura oficial de la Casa Blanca sobre los hechos, el presidente Barack Obama dijo, visiblemente consternado: Vamos a tener que unirnos y tomar medidas significativas para prevenir futuras tragedias como esta
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Las lamentaciones y las promesas, sin embargo, no bastan: es impostergable que el gobierno de ese país haga algo para contener la desmesurada proliferación de arsenales en manos de su población (se estima que en Estados Unidos existen unos 280 millones de armas de fuego, prácticamente una por cada adulto). Es pertinente recordar que la persistencia del anacrónico marco legal que ha permitido dicha proliferación se explica por el decidido respaldo de los sectores más reaccionarios y chovinistas de la nación vecina, como la ultraconservadora Asociación Nacional del Rifle y los principales cuadros del Partido Republicano, pero también por la falta de capacidad o de voluntad del gobierno demócrata: baste decir que durante el primer mandato de Obama, éste ha sido omiso en impulsar alguna medida orientada a limitar la posesión de armamento por parte de particulares, así como en reinstalar las prohibiciones a la compra de rifles de asalto –expiradas en 2004– a pesar de que durante su primera campaña electoral prometió hacerlo.
Ahora bien, la diseminación de armamento entre la población estadunidense no basta, por sí misma, para explicar la exasperante frecuencia con que se producen masacres como las referidas. Naciones como Canadá, Suecia y Finlandia registran elevados niveles de armas per cápita sin que se presenten, en ellas, asesinatos en masa como los que sistemáticamente siembran terror y zozobra en Estados Unidos, los cuales dejan entrever una suerte de propensión colectiva a la barbarie en ese país que no ha podido ser ni siquiera explicada, y que tendría que empezar a ser debatida cuanto antes.
Resulta desolador que, en una sociedad que goza de grandes niveles de desarrollo y de riqueza –en buena medida producto del colonialismo depredador históricamente ejercido por Washington–, y que se empeña en ostentarse como modelo de civilidad ante el resto del mundo, tengan lugar episodios como los referidos, que denotan justamente un retraso civilizatorio y una propensión a la violencia y la barbarie y que, por desgracia, parecen imposibles de desmontar exclusivamente por la vía legislativa.