a información contenida en el reporte Países en la encrucijada, de la organización estadunidense Freedom House, respecto de que el costo de la corrupción en México puede equivaler a 9 por ciento del producto interno bruto es, más que una revelación, una confirmación de que las intrincadas redes que alimentan ese flagelo dentro y fuera de las oficinas públicas gozan de cabal salud, y de que los alegatos sobre un cambio
relacionado con la alternancia de siglas partidistas en la Presidencia y los diversos mecanismos de supuesta transparencia y rendición de cuentas implantados en la década reciente sirvieron de poco o nada para contenerlas.
Desde hace décadas, y sexenio tras sexenio, la sociedad ha asistido a la exhibición pública de algunos casos emblemáticos de desaseo administrativo, privatización ilegal de bienes públicos, infiltración de organizaciones ilícitas en las oficinas gubernamentales, pago de sobornos a funcionarios a cambio de otorgamiento de contratos favorables para particulares, y otros episodios similares que son, cabe suponer, la punta del iceberg de un panorama de descomposición mucho más generalizado, a juzgar por el enorme monto de recursos que involucra. El correlato de esta situación es la práctica inexistencia de consecuencias penales o administrativas –salvo por la presentación de meros chivos expiatorios– con que se han saldado los episodios de presunta corrupción y manejo ilícito de los recursos públicos por gobernantes, funcionarios o personas de su círculo cercano, lo cual ha sido uno de los muchos hilos de continuidad entre las presidencias priístas y panistas.
Más allá de ser una inaceptable manifestación de atraso cívico y político, una carga exasperante para la economía –cabe preguntarse sobre qué bases puede funcionar un país en el que una décima parte de los recursos van a parar a los bolsillos de servidores públicos de todos los niveles de gobierno– y un motivo justificadísimo de descontento social, el flagelo de la corrupción es particularmente peligroso por cuanto vuelve insostenible e inverosímil cualquier propósito oficial de combatir la delincuencia y restablecer el estado de derecho.
Significativamente, en el mismo reporte de Freedom House se señala que la guerra contra el narcotráfico
puesta en marcha por la pasada administración federal terminó por convertirse en el principal factor de deterioro de la gobernabilidad, lo que, además de dar la razón a los cientos de voces críticas que adviritieron, hace seis años, sobre la improcedencia de someter a los narcotraficantes mediante el despliegue de efectivos castrenses, da cuenta de que el calderonismo incurrió en una irresponsabilidad política mayúscula al involucrar al país en una estrategia de seguridad destinada de antemano al fracaso, por cuanto se desarrolló en un entorno gubernamental descompuesto y minado, propicio para el desenvolvimiento de la criminalidad.
La persistencia de este flagelo lleva necesariamente a moderar el afán de fabricar perspectivas halagüeñas que no tienen fundamento en la realidad, y que parecen sugerir que la corrupción se podrá erradicar mediante la mera creación de instancias burocráticas o mediante reformas legales. Antes al contrario, un paso obligado para conseguir tal objetivo es el desmantelamiento de la vieja cadena de encubrimiento y hasta de complicidad transexenal que ha caracterizado a los gobiernos priístas y panistas, y que, a juzgar por los datos disponibles, se mantiene intacta.