una semana de los acontecimientos que conmovieron a las calles de la ciudad de México durante la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, CNN, la BBC y otras cadenas televisivas se siguen preguntando lo mismo que los abogados que han intercedido por los 69 detenidos que se encuentran en prisión: ¿por qué continúan bajo arresto la mayoría de quienes están ya en juicio si no aparecen en los videos que exponen a quienes cometieron actos delictuosos y de vandalismo el primero de diciembre? ¿Qué órdenes recibió la policía ese día para que la mayoría de los arrestos se realizaran en contra de transeúntes que pasaban por el lugar, paseantes en la Alameda, miembros de los contingentes que dialogaban con la policía y manifestantes pacíficos en general? ¿Por qué la brutalidad policiaca? ¿Por qué la tortura y el abuso desmedido de fuerza en contra de quienes durante semanas se habían manifestado de la manera más civil y coherente?
Las primeras versiones de los testigos (algunas ya han sido publicadas en la prensa) que estuvieron presentes en las dos refriegas que sacudieron ese sábado, una alrededor del Palacio Legislativo, la otra en las inmediaciones del Centro Histórico y la Alameda, ya eran de por sí contradictorias, Todas coinciden en que la fuerza pública atacó a los manifestantes que se dieron cita en San Lázaro sin que hubiera motivo para ello. Se proponían hacer una valla humana para impugnar el acto de investidura de Enrique Peña Nieto. En efecto, un grupo muy reducido de quienes estaban en los contingentes lanzó bombas molotov y respondió a la agresión con una escalada agresión. Pero sólo eran unos cuantos. La reacción de la mayoría fue no desbandarse y neutralizar a los más radicales. Resistieron a la agresión policiaca con la ocupación de las calles. Hacía mucho que en el DF la violencia de la fuerza pública no había adquirido las proporciones que alcanzó frente al recinto que alberga al Congreso de la Unión: una lluvia de gases lacrimógenos (cargados con el peligrosísimo gas mostaza), formaciones de asalto deliberadas, persecución brutal de manifestantes. Las imágenes son inobjetables. Todos los testimonios concuerdan en que la respuesta violenta de quienes estaban en los contingentes no prosperó. Cierto, las bombas de gases lacrimógenos eran devueltas a quienes las lanzaban.
La refriega que se escenificó en la Alameda tomó una connotación muy distinta. Los contingentes que llegaron al lugar de manera pacífica fueron prácticamente sitiados por los cuerpos policiacos. Desde todos los costados de la plaza aparecieron batallones que encapsularon
(para usar el lenguaje táctico de hoy) a quienes marchaban de manera ordenada. Súbitamente, bandas a las que nadie conocía (ni conoce después de recabar durante días información) comenzaron el saqueo y el vandalismo. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se organizaron? Ninguna de la multitud de organizaciones que particparon en la impugnación ha vindicado esos hechos.
Hace un par de días, Andrés Manuel López Obrador hizo una acusación grave; gravísima, para ser precisos: Miguel Ángel Osorio Chong, actual secretario de Gobernación, no sólo sería el responsable directo de la represión en San Lázaro, sino del “manejo de halcones para causar destrozos en el Distrito Federal”. Como toma de posición política por parte de AMLO, se entiende. En la escena del dramatismo del sábado, la imagen que rodeó al mitin que organizó Morena en el Ángel de la Independencia acabó siendo precisamente la de la violencia y la zozobra. Imagen, por supuesto, del todo equívoca. Fue una reunión civil y pacífica como tantas otras. Y, sin embargo, de reunir evidencias que sustentaran esa acusación contra el encargado de la Secretaría de Gobernación, se daría un giro de 180 grados a los saldos del sitio de la Alameda. En el banquillo no estarían manifestantes que no hicieron más que reiterar lo que habían hecho desde hace meses, la impugnación pacífica de Enrique Peña Nieto, sino miembros del gabinete de la recién estrenada presidencia del Partido Revolucionario Institucional.
El saldo esencial del sexenio de Felipe Calderón no sólo fue que impidió consolidar el proceso de democratización que luchas cívicas y movilizaciones sociales impulsaron en los años 90, sino la transformación del viejo Estado autoritario y paternalista en un Estado canalla, para emplear el término de Jaques Derrida. Un Estado canalla es aquél que bajo el discurso liberal impone, sin declararlo ni legalizarlo, un régimen de excepción. De ser cierta la acusación contra Osorio Chong, el primer paso del PRI en la Presidencia no sería más que otro paso en la dirección canalla.