Opinión
Ver día anteriorLunes 26 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cuando desaprovechar era mejor
P

ara ese entonces el mundo ya se habría acabado varias veces, de distintas maneras, como por partes. Los que fueran nosotros entonces ya estarían acostumbrados a que la hecatombe sucediera por aquí, por allá, a veces local, a veces abarcando grandes extensiones de océano o terreno. Muchos países habrán cambiado de nombre, dueño y tamaño. No pocos dejando de existir. Pero donde siga, la vida continuará: la de los sobrevivientes, en el peor de los casos. Y en el mejor, sencillamente de las generaciones futuras, como ha ocurrido ininterrumpidamente desde hace algunos milenios, a pesar de dos o tres sobresaltos hemisféricos y las múltiples catástrofes de todas las tallas que ya sabemos.

Si el devenir es el hoy temido, padeceremos epidemias en la comida, tormentas e inundaciones oficialmente apocalípticas, conflagraciones del metano liberado por el deshielo ártico, sequías persistentes y extendidas, campos devastados tras decenios de cultivos robot hasta extinguirse en arcilla blanca, o guerras a gran escala y sin tregua, a puro tronar y borrar.

Supongamos punto y seguido un entonces después de todo eso, en que no hubiera terminado la vida, o los mundos hubieran vuelto a comenzar su Mandala. El planeta ya no aguantaba a tantos de nosotros cometiendo barrabasadas de parte de quién sabe quién en otra parte (por abreviar la solíamos llamar Wall Street). La Tierra, harta y lastimada, llegó a un límite, cuando ya estuvo bueno, y comenzó a exterminarnos. En tal tarea resultamos muy útiles, ya ven cuántos se dedican siempre a eso mismo, eficientemente.

Para entonces, la Tierra habría perdurado al demasiado calor, al demasiado frío, las demasiadas aguas y la ausencia universal de ellas. Donde se pueda, seguiría habiendo alma de fiesta. Sonrisas de verano. Paseos a los recintos del agua montaña arriba, valle adentro. Y los nosotros de entonces que sean los afortunados nadarán y jugarán como Tritones (¿recordarán que hubo Tritones?) en los remansos como espejo esmeraldino. Los peces les acariciarán la espalda cuando crucen a la otra orilla y saltando entre el lodo levanten cocos y guanábanas y beban inmediatamente, escurriéndoles las comisuras la blancura de la guanábana exprimida como bota de vino, la prodigalidad traslúcida de los cocos reventados con rocas a falta de mejores filos.

Qué importará si regresamos a la prehistoria o poco menos si el agua aún fluye clara y el caminito de la carne sigue abierto, como corresponde a los animales que venturosamente seguirán siendo, hormonales y sexuales, los humanos de ese entonces por venir que deberíamos aprender a vislumbrar detrás de cualquier conspicuo pesimismo, pero sin exagerar, nada de profetas: o están locos, o mienten y les creemos a sabiendas.

En ese entonces pasaremos tardes enteras nadando no lejos de los nenúfares y los altos lirios morados, donde las carpas –naranja, rojo, amarillo, blanco– comerán de nuestras manos con sus ávidas bocazas de reyezuelos del estanque. Nadaremos en el río contiguo que da sus vueltas alegres entre verdes orillas de helecho y palma donde las chachalacas chapalean a la caza del sustento diario y cuatro sirenas de faldas blancas se toman fotos subacuáticas haciendo piruetas y riendo burbujas al emerger de la finísima membrana que separa el agua del aire.

Hipotético futuro, qué frondoso, con la memoria de lo que pudo haber sido y las lecciones para que se pueda hacer, pues nunca es tarde mientras Nunca no se vuelva Siempre. Ya sabremos lo que no se hace, dejen ahí, levanten su tiradero, no anden rompiendo los frágiles ciclos de las cosas. Una humanidad mejorada, capaz de educar bien, que no mande a sus chamacos a cazar pájaros y roedores por el placer de depredar y matar. Eso es mala educación.

Echar mano, cuando ya nadie se acuerde de las escuelas filosóficas, del principio esperanza de aquel presocrático del siglo XX con nombre de roca. Hará sentido en ese remanso al pie de unas montañas no muy altas pero con la humedad íntegra y desabotonada, como mujer que se acerca al momento de hacer el amor. Nadando, nuestros ultra y recontra tataranietos verán fosforescer bajo el agua las ramas de las enredaderas sumergidas en un planeta anfibio y primario, listo para todo menos echarse a perder miserablemente. Se trata de que habremos aprendido que desperdiciar no es el problema. Que llega a resultar preferible. O dicho al revés: que aprovechar no sea la meta siempre. ¿Quién dijo que el provecho es ilimitado? Nuestros sucesores sabrán que desaprovechar es lo mejor a veces. El agua no necesita botellas ni termoeléctricas para existir y servir. Le mojará al clavadista todas las partes expuestas al río desde su caída, quizá torpe pero hasta el fondo.

Y si la letra entra entonces con o sin sangre pero resonando y nuestros descendientes leen La Odisea, por ejemplo, estaremos a salvo.