orcano, Suiza, 3 de agosto. Uno de los atractivos principales del festival de Locarno son sus funciones nocturnas en la Piazza Grande. En ese escenario se aprovecha también para rendir homenajes a reliquias del cine –por no llamarlos vejestorios– o a figuras importantes del presente. Anoche, el objeto del homenaje fue Alain Delon, a quien se le otorgó un Leopardo de Oro por su carrera. Antes de que el actor subiera al estrado, Olivier Père, director del festival, dijo unas frases acertadas sobre el peso misterioso de Delon en la pantalla y procedió a mostrar un bien seleccionado montaje, en alta definición, de sus películas representativas: A pleno sol, Rocco y sus hermanos, El gatopardo y El samurái, entre otras.
Finalmente, bajo una ovación, monsieur Delon se paseó sobre el escenario evidenciando que ha hecho algún pacto con el diablo. A pesar de que está cercano al ochentón, se ve y camina como un saludable sexagenario. Ante los elogios de Père agradeció con falsa modestia e interrumpió a la traductora que pretendía traducir sus pala- bras. ¿Qué, no todos hablamos francés?
, preguntó al público abriendo los brazos. La aseveración fue múltiple. Luego dijo no estar del todo en favor de los premios y homenajes por algo que le dijo su padre. “Un premio lifetime achievement se le da a alguien que ya tiene un pie en la tumba”, afirmó, y yo no pienso morirme
, remató con simpática arrogancia. En parte tiene razón. Según lo comprobaron las escenas mostradas, una estrella cinematográfica de su dimensión ya ha conseguido, de alguna forma, la inmortalidad.
Después de ese número, la película a proyectarse podría parecer anticlimática. No lo fue, porque Lore, producción germano-australiana de la directo- ra Cate Shortland, resultó ser un original drama: una familia alemana huye de los soldados aliados al finalizar la segunda guerra, porque el padre se desempeñó como oficial nazi de la SS. Por una vez, los que huyen no son judíos ante la amenaza del holocausto sino, por lo contrario, quienes fueron sus verdugos. Un tema delicado, pues dar una idea de conmiseración podría hacer pensar en algo así como Los nazis también lloran.
Shortland y su coguionista Robin Mukherjee han tenido el mérito de adaptar la novela The Dark Room, de Rachel Seiffert, enfatizando que los niños han crecido contaminados por una ideología aberrante y que, una vez abandonados por sus padres, se enfrentarán al miedo, el hambre, las privaciones y la persecución, en un viaje iniciático por el mundo real. Ante el peligro de expresar un discurso demostrativo, la realizadora ha adoptado la subjetividad de Hannelore (Saskia Rosendahl), la hermana mayor, en un lenguaje de macabro lirismo ante los horrores de la posguerra.
Lástima que los elementos no respetan la cuidadosa construcción dramática de una cineasta. Fuera de pronóstico, en el tramo final de Lore, se soltó una pertinaz lluvia que hizo correr a la mayoría de los espectadores en busca de refugio. Nunca había visto vaciarse tan rápido un espacio de proyección cinematográfica. Sólo los más estoicos –entre ellos, el equipo de la película– se quedaron en sus asientos. Los más tuvimos que deducir la conclusión en una visión sesgada, desde los arcos que rodean la Piazza Grande.
En el recuento de mexicanos participantes en Locarno omití a uno. Pedro González-Rubio compite en la sección Cineastas del presente con una producción totalmente japonesa llamada Inori, al parecer un documental. Y mañana comenzarán las sesiones de la llamada Carte Blanche, en la que siete proyectos mexicanos se presentarán para conseguir fondos destinados a su terminación.
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