l déjà vu, el recuerdo del presente, es un fenómeno que no ha ocupado la atención particular de historiadores o filósofos. (Los sicólogos lo han estudiado de manera prolija.) El texto clásico sobre el tema es de Henri Bergson (El recuerdo del presente y el falso reconocimiento), y su análisis es tan incisivo que resulta difícil imaginar cómo se podrían hacer reflexiones innovadoras al respecto. Ernst Bloch registró las conversaciones que sostuvo con Walter Benjamin sobre esta patología de la memoria en Imágenes del déjà vu. Más recientemente, Paolo Virno, ese estupendo filósofo social italiano, confeccionó un estudio actualizado bajo el título Ensayo sobre el tiempo histórico (Paidós, 2008). Para Bergson la hipertrofia de la memoria acaba por provocar un daño a la vida
. Aquel que no es capaz de olvidar o dejar a un lado su pasado gravita en torno a la latencia de una decepción, incluso cuando se trata de la decepción sobre la decepción misma. El tiempo presente aparece como una simple enmienda o un suplemento del recuerdo, no como la demanda de hacer frente a sus vicisitudes. Virno propone una interpretación de alguna manera inversa: es el daño a la vida
el que causa este síndrome hipermelancólico. No es tanto el presente el que se vuelve inadmisible –como para proyectarlo a través de la fantasmagoría de una repetición sin diferencia–, sino el futuro que proyecta ese presente. El tiempo se dilata, se vuelve lento. El pasado-presente no nos abandona.
Sea como sea, lo que aconteció en las elecciones presidenciales del pasado mes de julio no remite tanto a un presente convertido en una proyección del pasado, sino la proyección del pasado transformada en el acto mismo del presente. El retorno no como vivencia imaginaria, sino como vivencia a secas. No se trata tanto de ver al presente como recuerdo, sino que él nos está viendo.
Todo el marasmo posterior a la elección nos remite a un cúmulo de prácticas que, 12 años después de 2000, uno quisiera imaginar ya descartadas del catálogo mínimo de un conflicto poselectoral.
La mayor parte de las noticias que provienen del tribunal se reduce casi siempre al aviso de insuficiencia de pruebas
de la cuantiosa inducción y coacción del voto. La pregunta es: ¿no es acaso el mismo aparato jurídico el que debe emprender las investigaciones? Cuando uno presenta una demanda frente a la justicia, es ella la que se encarga de investigar. ¿O no es esa una de sus principales funciones? ¿Qué sentido tiene pagar uno de los sistemas electorales judiciales más costosos del planeta?
La Fepade ha empezado a detener gente inculpada por delitos electorales. Ya es algo. Pero se trata de los incautos operadores que, por unos cuantos pesos, desaparecieron listas electorales o distribuyeron tarjetas Monex. ¿No se podría investigar, por ejemplo, entre los actuales directores de Soriana? Son ellos los que saben de dónde provinieron los fondos para las decenas de miles de despensas y mercancías que se intercambiaron por votos.
Soriana ha optado por criminalizar las protestas que se han propuesto exhibir su participación en el fraude. En efecto, cada quien se defiende como puede. Pero la empresa misma ha sido señalada como parte de la delincuencia electoral y ello no le ha acarreado consecuencia legal alguna. ¿Y qué decir de los alquimistas electorales mayores del PRI? ¿Quién puede creer que los responsables de la inducción del voto fueron quienes distribuían directamente monederos automáticos? Complicidad y mediocridad, juntas de la mano. Mientras más daños se causen a los ordenamientos jurídicos logrados con tanta dificultad en 1997, mayor será el descrédito de la elección en su conjunto.
Con todos los excesos que suele suponer cualquier analogía histórica, hay ciertos ingredientes de santannismo en el retorno del PRI a la presidencia. Antonio López de Anta Anna regresó a la Presidencia, en el siglo XIX, 11 veces; es decir, la abandonó 10 veces siempre en circunstancias más catastróficas y precarias. Los desacuerdos insalvables entre conservadores y liberales propiciaron el espectáculo de una figura cuasi bonapartista que nunca acabó por responder a los desafíos de la construcción de un Estado que nunca dejó de apostar a su persona como el único que lo podía salvar. Es el más oneroso testimonio de un Estado fallido que falló ante todo en la percepción de cómo remontar su fracaso.
El desacuerdo que produjo el régimen fallido del año 2000 tiene una naturaleza muy distinta. Desde los primeros escarceos de los conflictos que podían significar una estrategia de Acción Nacional para ir desarraigando a la cultura priísta de la cultura política en general, Vicente Fox optó no por una alianza sino por un pacto (ciertamente disfuncional) con las fuerzas del antiguo régimen. Felipe Calderón radicalizó este pacto. No sólo recurrió en 2006 a más de un millón de votos (inducidos por gobernadores del PRI en seis estados), sino que renunció a la defensa de su propia candidata en 2012. Si en México la puerta a Los Pinos se abre sólo desde adentro, Calderón le puso además tapete rojo al candidato tricolor.
Cuando el PAN discutía si expulsar o no a Fox por haber llamado a votar por Enrique Peña Nieto, uno no entiende por qué no se les ocurrió mejor expulsar a Felipe Calderón. Lo único que hizo Fox fue oficializar lo que había hecho quien se albergaba en Los Pinos.
El PAN abandona la Presidencia con el saldo de un estigma: es el partido que volvió en México a conjugar la política con la violencia a gran escala (ahora contra el crimen organizado). Éste, y no otro, es el saldo que los votantes le cobraron las elecciones pasadas.