Caída al fondo del cerebro
al vez la historia de la civilización pueda concebirse como una relación compleja y contrastada entre tres zonas distintas del cerebro: el complejo reptiliano (R), el sistema límbico y el neocórtex. Según el modelo clásico de Paul MacLean, esas tres zonas cerebrales conforman una suerte de estratigrafía evolutiva y ascendente que guarda en su interior el órgano más antiguo y primitivo y alrededor de ese núcleo se han ido gestando tejidos nuevos que desarrollan funciones más complicadas.
Los reptiles y las aves poseen un encéfalo y un cerebelo tremendamente desarrollados si se les compara con los grumos neuronales de los invertebrados. Gracias a esos órganos algunas clases de escamosos son capaces de establecer sistemas sociales y los loros aprenden a contar y hasta a asociar palabras con objetos y conceptos en una imitación de la voz humana. Pero las funciones fundamentales de sus sistemas nerviosos tienen que ver con la sobrevivencia y buena parte de ellos está dedicada a controlar la locomoción, la reproducción, y la recepción y procesamiento de las señales procedentes de los órganos sensoriales para convertirlas en pulsiones básicas –hambre, frío, excitación, vulneración territorial– y convertirlas en acciones: ataque, seducción, huída y defensa.
Esos mismos órganos y esas mismas funciones se encuentran en nuestra cabeza profunda. Por decirlo de manera brusca, en el fondo de nuestra masa encefálica se acurruca un lagarto de comportamientos rígidos, obsesivos, compulsivos, ritualistas, posesivos y paranoides. Repite las mismos conductas una y otra vez, de manera mecánica, y está habitado por una memoria ancestral.
La parte intermedia de nuestro cerebro, denominada sistema límbico (L), está compuesta por el hipotálamo, el hipcampo y la amígdala, es rasgo exclusivo de los mamíferos y a ella se trasladan, desde el complejo reptiliano, los comportamientos sexuales y territoriales. Según MacLean, el sistema límbico es asiento de un sistema binario que se expresa en agradable-desagradable que opera como mecanismo de sobrevivencia: para conseguirla se ha de evitar el dolor y procurar la repetición del placer. Este tejido neuronal puede producir emociones tales como el miedo, el bienestar, la rabia y el afecto maternal, paternal o gregario. Por añadidura, el investigador pensaba que el sistema límbico es la base biológica del comportamiento jerárquico, de los dogmas y de los juicios de valor; desde él, las ideas producidas por la capa superior del cerebro serán aceptadas o desechadas dependiendo de cuánto conflicto o cuánta armonía generen en el sistema.
La porción externa del cerebro, el neocórtex, se encuentra sólo en los mamíferos superiores. En casi todos ellos constituye una capa delgada y lisa que rodea al sistema límbico, pero en el caso de los humanos conforma, con sus dos hemisferios arrugados –propiedad que les confiere una superficie total mucho mayor–, las dos terceras partes de la masa cerebral. El neocórtex es sede de las funciones cognitivas avanzadas, la inventiva y el pensamiento abstracto. La relación con el espacio, la aptitud para las matemáticas, la sensibilidad para la música y los atributos necesarios para aprender, usar y desarrollar lenguaje articulado, se encuentran en uno u otro hemisferio del neocórtex.
Las tres capas cerebrales no son, por supuesto, máquinas aisladas entre sí. Por el contrario, están interconectadas por millones de fibras nerviosas y operan en forma más o menos coordinada. Ello implica que una pulsión primaria del R puede acabar convertida, tras la intervención del neocórtex, en una teoría, que la emoción que se genera en el sistema límbico puede ser procesada para conseguir una composición musical o que un proyecto arquitectónico puede concretarse o fracasar debido a la intromisión de impulsos primarios procedentes de los cerebros reptilianos de sus ejecutantes. Las guerras suelen ser imposiciones de R sobre la sensatez generada en N y los afectos gregarios secretados por L, en tanto que las emociones de odio y aversión surgidas en este último son capaces de impulsar a N a realizar diseños tan mortíferos como una ballesta, un misil crucero o un paradigma neoliberal. De la misma manera, uno que otro monstruo de la razón incubado en N puede ser refrenado por los factores de empatía que residen en L. según esto, R, L y N se necesitan entre ellos aunque no siempre (o casi nunca) se lleven bien, y cada uno busca invariablemente predominar y decir la última palabra.
Por si alguien se ha despistado, aclaremos que lo anterior no tiene nada que ver con la jalada de la conspiración illuminati protagonizada por reptilianos
venidos del espacio, infiltrados en las altas esferas políticas, económicas y mediáticas, y dispuestos a dominar el mundo. Me parece que la guerra entre la modernidad humana y el arcaísmo del reptil se desarrolla en nuestro interior –aunque de manera evidente para quien quiera verla–, que consiste en dominar, reprimir y encauzar impulsos y emociones primarias por medio de construcciones racionales y que puede denominarse, grandilocuencias aparte, historia de la civilización.
En el supuesto de que mi N haya entendido bien el rollo de MacLean y que éste conserve aún cierta validez –sus trabajos sobre el cerebro trino fueron publicados hace ya cinco décadas, y 20 años después el entrañable Carl Sagan popularizó sus ideas en Los dragones del Edén–, la especie humana no puede vivir si sus miembros no experimentan hambre, agresividad, necesidades reproductivas o instintos parentales y vínculos gregarios, pero si su sistema nervioso se redujera a tales funciones –más las otras características de R y de L– no sería mucho más que una manada de venados sin noción del tiempo ni del cosmos. Luego, la humana sería una especie sumamente precaria, sin aptitudes especiales para la persecución ni para la huida, sin pezuñas ni colmillos ni olfato ni oído excepcionales, una buena para nada atrapada en un entorno implacable de depredación y subsistencia, algo así como elefantes sin trompa, felinos desdentados o vacunos cuadraplégicos. Para abrirnos paso en este mundo necesitamos desesperadamente de nuestra inventiva. N es nuestro único órgano especializado y excepcional.
Lo que nos aparta, para bien y para mal, de la animalidad, es esa hipertrofia de N. Gracias a ella enterramos a nuestros muertos, construimos pirámides, catedrales, burdeles y hospitales, pintamos o admiramos el Desnudo descendiendo una escalera, nos escuchamos, nos leemos y, también, hemos preferido las bombas guiadas por láser a las piedras para matarnos entre nosotros.
¿Hay diferencia? ¿Nos movemos en una línea de tendencia ascendente hacia la razón, o nos hallamos empantanados desde siempre en una insensibilidad silvestre agravada por el raciocinio?
Tal vez la respuesta correcta sea la primera si consideramos que, poco a poco, con retrocesos abismales y estancamientos perdurables, N ha ido imponiéndose a L y a R y que hoy en día la legitimación del asesinato (o sea, la pena de muerte o la guerra) requiere cuando menos, y así sea como un mecanismo de retardo y contención, de procesos legales y alambicados que apelan a la razón. Claro que persiste la vieja pugna entre los tejidos heredados de los reptiles y los surgidos de los procesos de hominización: así tenga lugar en la jungla o en Wall Street, la competencia obedece a pulsiones del lagarto y la cooperación responde, en cambio, a maquinaciones de la corteza superior del cerebro.
Es posible que cuando se habla de jurásico en términos políticos no sólo se haga alusión al arcaísmo de un conjunto de conductas autoritarias y jerárquicas en entornos democráticos y participativos, sino también al predominio de R en la cosa pública. En nuestro momento nacional la vuelta de los dinosaurios no sólo implica a los modos de gobernar de hace tres o cuatro décadas sino a una caída al fondo de la evolución, a un resbalón fatal desde las alturas del neocórtex hasta las fauces del cocodrilo que llevamos dentro.
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