yer, luego del hallazgo de los cuerpos sin vida de dos integrantes de la comunidad de Cherán, Michoacán, desaparecidos desde el pasado domingo, y de las consiguientes manifestaciones de protesta de habitantes de esa comunidad en las calles de Morelia y en el Congreso estatal, el secretario de Gobierno de esa entidad, Jesús Reyna, atribuyó el crimen a diferencias
entre los cheranenses y los habitantes de Casimiro Leco o El Cerecito, acusados recurrentemente por los primeros de talamontes. Por su parte, David Peña, representante legal de la comunidad de Cherán, rechazó el intento del gobierno estatal de calificar la problemática de conflicto intercomunitario, recordó que los propios cheranenses han señalado los vínculos entre el crimen organizado y los habitantes de El Cerecito y sostuvo que los responsables directos (de estos crímenes) no los sabemos, porque el Estado, la autoridad no ha querido investigar, pero los responsables indirectos son el propio gobierno estatal y el federal
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En efecto, la circunstancia de violencia que atraviesa Cherán es emblemática de la que se vive en muchas otras comunidades del país, abandonadas a su suerte en manos de grupos delictivos por la inacción y la incapacidad del Estado para cumplir con sus responsabilidad más elemental: preservar la vida y la seguridad de las personas. La diferencia sustancial, en el caso de la comunidad de la Meseta Purépecha, es que ahí sus propios habitantes han decidido dotarse de la protección que les ha sido negada por las autoridades; que han recurrido en ese empeño a añejos mecanismos autóctonos de seguridad e impartición de justicia –que operan pese al acoso oficial–, y que hoy resulta arduo determinar si la intensificación del derramamiento de sangre en esa localidad en el año y medio pasado se ha dado a pesar de tales esfuerzos de los cheranenses por asumir su propia defensa o precisamente en represalia del crimen organizado por esa determinación comunitaria.
Como quiera, es inevitable vincular causalmente los tiroteos, las desapariciones y los asesinatos que se producen con frecuencia alarmante en Cherán con la abdicación de las autoridades locales a atender e investigar de fondo la problemática que ahí tiene lugar –como se evidencia con el empeño del gobierno estatal de calificar los recientes asesinatos como parte un problema entre comunidades–, y con el clima de violencia generalizada y de fortalecimiento del crimen organizado que se desarrolla a escala nacional en el contexto de la guerra
contra la delincuencia emprendida por el gobierno federal.
A casi seis años de que el Ejecutivo federal ordenó el despliegue, precisamente en Michoacán, de miles de efectivos militares con el supuesto fin de reducir a las bandas criminales que operan en el territorio, éstas no parecen acusar el deterioro provocado por acción de las fuerzas públicas y, antes bien, se muestran cada vez más eficaces en el desgarramiento de tejidos sociales y comunitarios, en la infiltración de corporaciones de seguridad y autoridades de distintos niveles, en la agresión a individuos y poblaciones desamparadas –e incluso aquéllas que han optado por defenderse a sí mismas–, en la producción cotidiana de violencia y muerte y en la erosión de la paz social.
Con independencia del rumbo que tome el proceso electoral aún en curso, circunstancias como la de Cherán ponen en evidencia el carácter insostenible de la estrategia policial y militar impuesta en el país desde diciembre de 2006, y la necesidad de un cambio radical en materia de seguridad, que saque al país y a su población del escenario de guerra abierta en el que fue colocado por la actual administración federal.