on una ventaja de poco más de tres puntos sobre Ahmed Shafik, candidato de los militares, Mohamed Mursi, de la Hermandad Musulmana, se alzó con la victoria en las elecciones presidenciales realizadas hace una semana en Egipto, cuyos resultados no se dieron a conocer hasta ayer, a fin, según la comisión electoral, de estudiar y resolver las impugnaciones al proceso.
Se abre de esta manera un periodo de cohabitación entre la organización religiosa de Mursi, proscrita durante casi toda su existencia –fue fundada en 1928 y no se le permitió la participación política hasta 2005–, y la cúpula militar que ha detentado el poder desde la caída de Hosni Mubarak, en febrero del año pasado, resultado de las masivas revueltas populares en el marco de la llamada primavera árabe.
En efecto, antes de dar libre curso a la realización de elecciones, la camarilla castrense disolvió el recién electo Parlamento, se arrogó las facultades del Legislativo, se reservó las decisiones en materia de defensa y se otorgó derecho de veto sobre cualquier modificación constitucional. En tales circunstancias, Mursi recibirá un poder presidencial acotado y precario.
Incluso en esas condiciones, resulta significativo y paradójico que los sectores progresistas laicos que impulsaron las movilizaciones del año pasado y que lograron la caída del vetusto Mubarak hayan quedado por ahora marginados de un poder que compartirán los militares y los islamitas.
Tal fenómeno coincide, sin embargo, con lo que ha venido ocurriendo en el mundo árabe tras el derrocamiento de viejas dictaduras laicas establecidas por el partido panarabista Baaz (Irak, Egipto) o de regímenes surgidos de los procesos de liberación nacional de los años 60 y 70 del siglo pasado (Argelia, Libia). Sea por la acción de movimientos locales de descontento, por la intromisión militar de Estados Unidos y de sus aliados, por procesos de transición más o menos pacíficos o por combinaciones de las tres razones, el colapso de los viejos gobiernos ha dado paso a la irrupción en el poder, o cuando menos al fortalecimiento, de organizaciones fundamentalistas que preconizan la construcción de estados islámicos basados en la ley islámica (sharia).
Una segunda e ineludible paradoja es que Occidente ha presentado a tales organizaciones como encarnación del mal, sinónimo automático de terrorismo y una nueva forma de peligrosa barbarie, y hoy se ve obligado a aceptarlas y a convivir con ellas, a falta de otra opción de poder en las naciones árabes.
Una excepción indignante a esta tendencia es el bloqueo criminal impuesto por Europa occidental y Washington a Hamas, el grupo integrista que ganó limpiamente las últimas elecciones legislativas realizadas en los territorios palestinos y al cual, sin embargo, se ha demonizado como terrorista. En el afán de derrocar a Hamas del poder que posee en la Franja de Gaza, Occidente ha impuesto un cerco casi absoluto sobre esa martirizada porción de la vieja Palestina y con ello ha condenado a su población a la hambruna, a la escasez absoluta de todo y a la virtual defunción de las actividades económicas.
Hamas, sin embargo, es una organización muy semejante a la Hermandad Musulmana que ayer fue reconocida en Egipto como vencedora en los comicios presidenciales, y a la libanesa Hezbolá.
Egipto ingresa, en suma, en una nueva etapa histórica, incierta y riesgosa, que podría serlo más si Occidente porfía en actitudes y prácticas injerencistas. Cabe esperar que los egipcios sepan encontrar, por sí mismos, un camino practicable a la democracia, el desarrollo y la modernidad.