erlín. Como en tantas y tantas otras ciudades importantes de Europa, aquí en Berlín la oferta musical es apabullante, con la acotación de Perogrullo de que el asombro tiene su origen tanto en la cantidad como en la calidad de la música que ofrece esta hiperactiva y fascinante ciudad. Ahora bien, cuando la ventana temporal que el melómano tiene para nutrirse de música en la capital alemana es breve, lo primero que se hace necesario cubrir es la indispensable visita al ombligo sinfónico del mundo, que es la Philharmonie, insuperable sala de conciertos, sede de la Orquesta Filarmónica de Berlín (OFB).
Y a la Philharmonie vine a dar con enormes expectativas, que resultaron un tanto menguadas por el programa de esa noche: la Missa solemnis de Ludwig van Beethoven, obra que si bien tiene momentos muy bien logrados, no está a la altura de las mejores composiciones del músico alemán. La Filarmónica de Berlín fue dirigida por Herbert Blomstedt, y la espléndida colectividad vocal del Coro de la Radiodifusión Bávara fue complementada con las voces solistas de Ruth Ziesak, Gerhild Romberger, Richard Croft y Georg Zeppenfeld.
Una vez iniciada la música, lo primero que avasalla al oyente es la impresionante acústica del recinto. Ello quiere decir que, estrictamente, se escuchan dos instrumentos formidables trabajando de común acuerdo: la OFB y la Philharmonie. Esta labor conjunta de la orquesta y su sala de conciertos da como resultado una insólita gradación de matices dinámicos, aunada a la pasmosa claridad de cada línea instrumental y vocal.
Herbert Blomstedt es sin duda un muy buen director, con el perfil de un Kapellmeister chapado a la antigua, y como tal dirigió la Missa solemnis de Beethoven, sin batuta y sin partitura. Su minuciosa y detallada preparación y montaje de la misa quedan como testimonio de su sapiencia. Ahora bien, la obra misma no es del todo convincente. Se siente que la Missa solemnis es una obra de ocasión en la que por momentos se percibe a Beethoven componiendo más por obligación que con convicción. En la ejecución de Blomstedt, los berlineses y los bávaros, fue posible percibir algunos atisbos de la Novena sinfonía, en particular en el extenso y complejo Gloria.
He aquí una misa potente y energética, pero finalmente convencional. De hecho, diríase que hay aquí un Beethoven reticente, quien en diversos puntos de inflexión fundamentales de la partitura comienza a experimentar con cosas temerarias, solo para retraerse casi de inmediato y volver a transitar por sendas ya andadas. Asistir a una ejecución de semejante nivel de la Missa solemnis, y en esas condiciones acústicas, permite escuchar absolutamente todo lo que hay en la partitura, lo que da como resultado la percepción de que la misa tiene un claro perfil seccional, casi fragmentario, que la lleva al borde de la dispersión.
Sin embargo, la mano férrea de Blomstedt mantuvo coherentes en todo momento los hilos litúrgicos y musicales de la obra, apretando y ajustando donde era necesario, dejando fluir cuando la lógica y la intuición lo permitían.
La impecable homogeneidad de la Filarmónica de Berlín y una asombrosa labor de conjunto del coro bávaro fueron complementadas por un cuarteto de solistas más que eficaces, destacando la voz y la proyección del tenor Richard Croft, escuchado recientemente en su exitoso rol de Gandhi en el Satyagraha de Philip Glass del Met de Nueva York.
Al concluir esta impecable versión de la Missa solemnis de Beethoven con la OFB en la Philharmonie, y mientras caminaba bajo la lluvia hacia la Potsdamer Platz (punto neurálgico de esta ciudad), reflexionaba sobre la posibilidad de que la impresión ambigua que me dejó la obra bien pudiera deberse al hecho de que esta misa no es tan equilibrada y transparente como las misas de Mozart, ni tan sincera y expresiva como las de Bruckner. Por coincidencia, a la noche siguiente habría de encontrarme con música de ambos en mi segunda (y más satisfactoria) visita a la Philharmonie berlinesa.