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Hugo Gutiérrez Vega
Notas sobre la novela de la revolución (I DE VI)
Francisco González León |
En lo que se refiere a la novela de la Revolución mexicana vamos a enfrentarnos con una situación muy especial. Casi todas las novelas sobre una revolución, especialmente la francesa y la soviética, son novelas de propaganda. En cuanto a las novelas de la Revolución mexicana, que en su mayor parte son testimoniales, desde el primer momento muestran una actitud crítica hacia el movimiento. Claro, también hay entusiasmo, por ejemplo el de Rafael F. Muñoz por la figura de Pancho Villa; el de Martín Luis Guzmán por el mismo Villa; el entusiasmo de Vasconcelos por Vasconcelos, o el de don Mariano Azuela por algunos aspectos del movimiento, un entusiasmo que es moderado y atenuado por el escepticismo.
Mariano Azuela y Los de abajo
Comenzaré por referirme a Mariano Azuela. Desde el principio, en Los de abajo hace dos afirmaciones: en la primera asienta: “¡Qué hermosa es la revolución!”, y esta afirmación se refleja en el entusiasmo que muestra por la toma de Zacatecas –que está presente en Los de abajo– y en la que manifiesta su preferencia por figuras como la de Villa y, en particular, por la de Pánfilo Natera, un general campesino, una especie de estratega natural, lleno de talento y de vigor. Y la segunda afirmación, es: “Este es un pueblo sin ideales... ¡qué lástima de sangre derramada! ¿Hacia dónde nos va a llevar?”
Azuela tiene también un ensayo sobre quien considera el único estadista del siglo XX, Lázaro Cárdenas, quien tenía un proyecto claro de nación que llevó a la práctica. Yo tampoco encuentro otro estadista en ese siglo, como no veo en el siglo XIX a nadie más que a Benito Juárez. En un bicentenario, pues, tenemos sólo dos estadistas.
Don Mariano Azuela nació en Lagos de Moreno, una ciudad muy especial en lo que se refiere a escritores. De ahí son, entre otros, Primo de Verdad, Rosas Moreno y Federico Carlos Kegel –que escribio una novela premonitoria llamada La hacienda, parecida a La parcela, de José López Portillo. En ese tiempo funcionaba en Lagos una pequeña tertulia que giraba en torno al liceo del padre Guerra, con Francisco González León al frente, uno de los grandes poetas no sólo de México o de América, sino del mundo. Perteneció a los iniciadores de la poesía simbolista de México, junto con el zacatecano Ramón López Velarde y el jalisciense Manuel Martínez Valadez.
Yo conocí a González León. Tenía yo diez años, me enteré de que era poeta y me puse a leer algunos de sus poemas, sobre todo aquel de la novia escolar, cuyas manos “olían a un lápiz acabado de tajar”, y el de la monja de los labios bellísimos, aquella monja que “bajo la toca lleva una boca en forma de corazón”. Un día me le acerqué en su farmacia –él estudió para farmacéutico en la ciudad de Guadalajara– y le dije: “Señor, yo sé que usted es poeta”… era un viejito muy frágil, cuello de palomita, corbatín negro y sombrero de alas anchas. Me vio, me puso la mano en la cabeza y me dijo: “Sí, hijito, pero ya no lo vuelvo a hacer.”
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